Los primeros en llegar suelen ser Los Caballos, bajan desde la Plaza de España por toda la Gran Vía, trotan por Urzaiz, Colón y después a la Plaza de Compostela, y así llegan en un momento. Cascos y crines, relinchos de felicidad y saltos traviesos por delante del Corte Inglés. Son como una tromba que no para de jugar, por algo representan a los animales salvajes que había antiguamente en el monte del Castro. Son incluso más rápidos que los pescadores de Gran Vía —oficialmente Monumento al trabajo— y el Sireno, y eso que a ellos les pilla al lado.
Después aparece El rapto de Europa, que claro, como va montada sobre un toro que hace las veces de Zeus, no tarda más de diez minutos desde la playa de Samil.
El tercero es el Monumento a Julio Verne, y menos mal, porque, como el escritor va montado sobre los tentáculos de un pulpo gigante, así ya tienen la cena asegurada. La Farola de Urzaiz, que siempre fue muy protestona y señorial, le preguntó un año a la cocinera por qué tenían que cenar siempre pulpo con la de cosas tan ricas que hay en la gastronomía gallega. Entonces ella le contestó, con las manos en jarras, que, si algún día le llevaban algo que fuera comestible, por su parte no habría problemas en cocinarlo de mil amores. Pero hasta entonces, tocaba pulpo.
Así que, desde aquella vez, cada uno aporta algo que sea más o menos típico: el Monumento de los Aros Olímpicos trae unas rosquillas de las que venden junto al estadio de Balaídos; La Puerta del Atlántico, unas empanadillas de carne de la Plaza de América; y el Herrero de la Plaza de la Industria, churrasco de un sitio muy bueno que conoce él y donde lo tratan con cariño. Así todos ganan y el jefe no se quiebra la cabeza, que pensar un menú para más de veinte estatuas de piedra y contentar a todos no es fácil. Además, en los últimos años hay invitados nuevos, como son la Noria y el Árbol de Navidad gigante, y a esos les gustan recetas más exóticas, que también han sido bien recibidas: sushi, ceviche, tataki de atún rojo y otras delicias semejantes, que hacen que hasta a los más veteranos se les haga la boca agua.
La legendaria cena de fin de año de los monumentos de Vigo es una tradición con más de un siglo de existencia y ha conseguido establecerse pese a todo. Una ocasión para hacer balance de los últimos doce meses y dar la bienvenida a otros más.
Al principio eran muy pocos, solo el Monumento a Méndez Núñez, el de Elduayen y otros cuatro, pero el paso de las décadas, los alcaldes y los homenajes han hecho que para este encuentro anual de obligado cumplimiento ya no baste con el pequeño salón de los primeros tiempos y ahora necesiten un restaurante entero. La Puerta, que se llama el local —como no podía ser de otra forma—, al final de la rúa Gamboa, y que regenta desde siempre el cascarrabias Bernardo, un viejo militar jubilado de andar renqueante —dice que por heridas de guerra, no por los años, que no hay edad que le prive de saber desfilar— y su mujer, Josefa, una dulcísima señora de Santiago que, igual que Bernardo, lleva toda su vida en Vigo.
—Y sin embargo no somos de aquí —les dice siempre el Monumento a Laxeiro— y al final somos los que más hicimos por esta ciudad.
—¡Como os oiga Martín Códax, ya veréis! —responde Bernardo—. ¡Que tanto el Sireno como él son más vigueses incluso que el Olivo!
Y la discusión se aplaca, al menos hasta que el vino haga su efecto durante la sobremesa.
El último en llegar cada año suele ser el Monumento a los galeones de Rande, que intenta pasar desapercibido a la vez que explica que, por el hecho de estar formado por tres anclas enormes, se va quedando enganchado en todas partes y así no hay manera de avanzar.
Conforme atraviesan la puerta, Bernarda Josefa, la hija de Bernardo —BJ_1809, en su perfil de Instagram—, les recuerda lo del uso obligado de la mascarilla y les revisa el certificado de vacunación. Esta es una cena distinta a todas, con menos invitados en cada mesa, distancia de seguridad, dispensadores de gel y esas cosas. Incluso las estatuas han tenido que sufrir el miedo y la incertidumbre por lo que iba a pasar durante la pandemia, pero esta noche todo eso se olvida. No la prudencia, pero sí el miedo. Esta es la noche de verse otra vez, de compartir la alegría de seguir en este mundo y de apostar por un año lleno de esperanza.
Entonces empieza el verdadero problema de todas las cenas, que es quién se sienta con quién. Las mesas no son muy grandes y los asientos están cotizados, sobre todo teniendo en cuenta que los monumentos suelen ser muy exclusivistas en sus amistades.
El pobre Bernardo ha tenido que ingeniárselas cada vez más, dada la multiplicación de estatuas y construcciones diversas en este último siglo, y siempre se atiene a tres reglas muy concretas:
1) Los monumentos dedicados a personas se sientan juntos. Así, Rosalía —la poetisa, no la cantante— comparte mantel y discusiones literarias con Martín Códax y Curros Enríquez, y como además estas estatuas suelen creer que son los personajes a los que representan, uno empieza con eso de «Si mi desventura es tal, / de tu sol bajo el imperio, / ah!, Vigo, préstame leal / una choza en tu arenal / o un hoyo en tu cementerio», y la otra le contesta con un «Negra sombra» que entristece al más feliz. Hasta que, de pronto, Méndez Núñez, fiestero como buen almirante, se cansa de llantinas y entona su «Más vale honra sin buques que buques sin honra» —que a ciertas horas de la noche hasta le sale a ritmo de muñeira—.
2) Los que tengan algo que ver con el mar, a la mesa junto a la pecera. En este grupo se incluyen los pescadores, las anclas, el Sireno, el Nadador del puerto, El rapto de Europa —por cercanía con la playa—, el Monumento al emigrante, la Puerta del Atlántico —por sintonía con el emigrante, que llevan siendo amigos desde que hay gallegos perdidos por todo el mundo—, los marineros muertos en el mar y Julio Verne —que por algo es el que pone los entrantes—.
3) Los raros, al fondo. Aquí ya van mezclados los demás, lo que significa el Barco de Coia, el Corredor de Florida, los Caballos, el Monumento a la Mujer, el Herrero, los Aros Olímpicos y el dinoseto y su cría, el dinosetiño, entre otros muchos.
Cuando por fin ya están todos sentados, Bernardo levanta su copa, mira uno por uno a los invitados y sonríe, orgulloso de ser quien es y de estar donde está.
—Bienvenidos a mi casa un año más, amigos míos. Sé lo mal que lo habéis pasado todos, es una época muy oscura y soy consciente de hasta qué punto os preocupáis por los humanos, como unos padres que les dejan hacer su vida y luego sufren por dentro. Ninguno de nosotros habría querido vivir algo así, y sin embargo aquí estamos, brindando por un año que ojalá sea mejor que este.
»Me siento muy honrado de que queráis compartir otra Nochevieja con mi mujer y conmigo… nosotros, que no nacimos en Vigo pero descansamos en él, yo ourensano y ella compostelana, y de aquí ya no nos echa nadie. Aún recuerdo el desfile que montaron en el treinta y dos para llevar mis cenizas al cementerio de Pereiró. La verdad es que no pude sentirme más feliz, porque en esta ciudad había encontrado un hogar. Fue aquí mismo, en esta misma calle, donde me dispararon tres veces antes de derribar la Porta da Gamboa a machetazos y expulsar de Vigo a los invasores franceses, y fue a mí a quien nombraron gobernador de la villa por esta victoria. Podéis imaginar el orgullo que eso le supone a un militar como yo y encima en su tierra.
—Pero no apareces en el Monumento a los héroes de la Reconquista —precisa el Sireno, siempre tan incisivo.
—Nunca quise honores de héroe, porque no fui más que un soldado peleando por su gente. ¿Y qué sois vosotros, sino los espíritus que protegen esta ciudad, reunidos un año más en su lugar más emblemático? ¿Se puede estar más contento de lo que lo estoy yo ahora mismo? ¡A disfrutar de la fiesta! ¡Feliz año nuevo!
Y el anfitrión cruza la sala y se abraza con la Farola, que es el otro gran símbolo de Vigo, arropados por los aplausos, los llantos de emoción y la lluvia de confeti de los invitados.
Y ella, que incluso en un momento como ese no puede dejar de ser quien es, le susurra al oído:
—¿Pero otra vez pulpo, Bernardo? ¡Para Reyes te voy a regalar el libro del cocinero ese tan guapo de la tele, a ver si aprendes!