—Venga, camina, robot, y sin hacer tonterías.
Los dinosaurios que me custodian son bastante idiotas, un compsognatus y un echinodón a los que podría romper la cabeza para huir en cualquier momento. Ninguno llega al metro de altura y, aunque han aprendido muchas cosas desde que llegaron a 2023 —como sostener un arma táser con sus manitas y hablar con la jerga de un mafioso de película en blanco y negro— siguen siendo una amenaza pequeña. Podría reventarlos de una patada, sacarles la artillería y largarme a la carrera por la calle Colón hasta salir de su territorio.
Pero entonces no vería al gran jefe, que es lo que me interesa de verdad. Ellos, y todos los demás saurios que pululan por Neo Vigo y que han reclamado la Plaza de Compostela como suya, obedecen a alguien tan maligno, cruel y poderoso que enseguida se ha hecho con las redes de contrabando de dióxido de carbono venusiano y con los sindicatos de grúas mecánicas del puerto. Formas de vida orgánicas y artificiales se rinden a sus pies y los pacificadores temen que ya nadie pueda detenerlo. Por eso me han contratado a mí. Porque yo no soy nadie.
—¿Es que se te han roto los circuitos de audio? ¡Vamos, entra de una vez, que nos estamos congelando por tu culpa!
La noche es fría y el cielo nuclear brilla rojizo. El compsognatus me clava el cañón de su pistola en los riñones y me empuja a lo largo de la Alameda, recorriendo la aeropista del Arenal sin detenernos y hasta la enorme cúpula de energía que brilla al fondo, sobre lo que una vez fueron los Jardines de Eugenio González de Haz. Los droides zeppelín vigilan nuestro avance con sus lentes de visión nocturna, ansiosos por lo que pueda ocurrir aquí abajo y conscientes de que, por ahora, no tienen permiso para actuar. El Cuerpo Nacional de Pacificadores no tiene jurisdicción alguna sobre Ciudad Jurásica, un territorio gobernado por sus propias leyes y que no acepta la intromisión de humanos. Esas leyes, por supuesto, son las que decide su amo y señor, que al menos se ha mostrado dispuesto a recibirme.
El gran campo de fuerza se eleva hasta por encima de los neones holográficos con anuncios de yogures gallegos, cabañas en el bosque, clubes de rollerball y marcas de moda. Conforme avanzo, dejo atrás el prado y las vacas tridimensionales, los héroes de la pelota magnética y las modelos que posan con el último modelo de traje espacial. Solo con dar un paso a través de la muralla de antienergía, todo mi mundo desaparece y me encuentro en plena Era Mesozoica, rodeado de una selva impenetrable y sacudido por olas de calor húmedo que hacen que la ropa se me pegue a la piel.
Respiro hondo y modifico mis prendas líquidas solo con pensarlo, de forma que la vieja chupa de cuero se transforma en una camiseta negra de Los Suaves. Algo mucho más funcional para la pelea que se avecina.
No imaginaba que esto fuera a ser así. Los colores son tan vivos que distingo cientos de tonalidades de verde y marrón en este bosque. Los rayos de sol brillan con fuerza a través de un cielo limpio de radiación y de un techo de ramas que se entrelazan hasta volverse tupidas. El suelo es blando, y con cada uno de mis pasos brotan nubes de humedad. El aire mismo está impregnado de vida, con cada susurro en un árbol, cada crujido de madera, cada rumor de agua que se desliza a lo lejos. El olor es intenso, a pura humedad desatada. He viajado en el tiempo y ahora me encuentro en su territorio. Eso era todo lo que necesitaba que hicieran por mí.
Me vuelvo con un giro brusco y le quito el arma de un codazo al pequeño dinosaurio protestón, y después le hundo el morro con un gancho de derecha. Su compañero trata de reaccionar, pero, antes de que pueda hacer nada, lo derribo con un disparo eléctrico a media potencia. Atontar, no Matar. No quiero provocar una guerra.
—Enhorabuena —exclama una voz a mi espalda—. Me preguntaba cómo tenía usted la paciencia de aguantarlos.
Contemplo al fin el motivo de mi trabajo: un enorme tiranosaurio que se desplaza tumbado sobre un palanquín apoyado en la espalda de cuatro triceratops. Visten todos ellos ropas de seda de colores brillantes y se adornan con trisqueles. Los porteadores, además, llevan a los lados ametralladoras táser de 360 grados con mirillas droide, que al momento se focalizan en mi figura.
—Por fin nos encontramos, Dinoseto —pronuncio entre dientes.
Mi objetivo aprieta la mandíbula, con la que podría separarme la cabeza del cuerpo de un solo bocado, y luego intenta sonreír.
—Hace mucho que no utilizo ese nombre… es un término de esclavo y yo ya no lo soy. —Las palabras rezuman odio. Parece que he pulsado las teclas correctas—. Ahora ya no les debo nada a esos científicos que me crearon con sus malditos experimentos de hibridación. He dejado de ser un dinoseto.
Miro con más detenimiento y veo que su torso y sus miembros inferiores han sido sustituidos por piezas mecánicas, mientras que el resto continúa siendo una amalgama vegetal sobre un armazón metálico primitivo. Lo que una vez constituyó un prodigio de la ciencia —la primera forma vegetoide evolucionada, un seto de jardín con la forma y la conciencia de un tiranosaurio, tan real que hasta tuvo una cría— ahora descansa en un trono de corrupción, engaño y sangre, y ríe sobre las almas de tantas víctimas como ha dejado en su camino.
—¿Y de qué manera se supone que debo llamarte?
—Términus, señor del puerto de Neo Vigo. Y usted debería soltar la pistola antes de que lo destruyan mis amigos, señor…
—Inspector N4rv43z, de la División de Seguridad de la Fundación Omnia. —Dejo caer el arma al tiempo que veo llegar de entre la espesura una decena de saurios de distintos tamaños, unos voladores, otros terrestres, y cada uno con un cañón apuntando hacia mí—. Quedas detenido por contrabando, asesinato y crimen organizado. Ven conmigo por las buenas.
Mi objetivo se ríe y busca que los demás lo secunden, y entonces dilophosaurios, velocirraptores y allosaurios estallan en carcajadas. Eso es algo muy típico entre los grandes mafiosos, junto antes de que comprueben que no llevan las de ganar.
—Cuando alguien acaba de rendirse, no suele estar en posición de exigir nada, ¿no le parece, inspector?
Aprieto los dientes. Me repugna este hatajo de asesinos y lo que han hecho con Ciudad Jurásica. Los árboles, la tierra y el cielo chillan al percibir tanta maldad y ruegan que acabe con todos. Un momento… solo dadme un momento y tendréis la venganza.
—¿Quién dice que me haya rendido? ¿Crees que necesito una táser para algo? —Lo observo con todo el odio que hay en mi interior y la risa se le quiebra—. Soy un droide de combate, entrenado en cualquier forma de matar. Mi cuerpo está hecho de mercurio y puede fluir y dar forma a todo tipo de armas de proyectiles. Pero, sin duda, mi mayor ventaja es mi enlace con la empresa, Dharma, un motor de búsqueda que vive en el ciberespacio. ¿Sabes a qué se dedica?
—No, la verdad… ¿tengo cara de saberlo?
Intenta mofarse, pero en el fondo es consciente de que será la última vez.
—Deberías, igual que tendrías que haber contado con algunos firewalls un poco más seguros, para que nadie pudiera invadir vuestro cerebro digital. Pero claro, la arrogancia es algo muy propio del futuro, ¿no es así?
Sus ojos se abren y su boca queda sin habla, y por primera vez adivina el engaño y sabe que lo tengo donde quería.
—¿Cómo… es posible?
—Nexo temporal. Cada ser vivo permanece atado a su época por medio de una especie de cordón umbilical de origen cuántico. Y, además, en esa carcasa vive un amigo mío, así que resultaba obvio que lo habías suplantado tú… Términus, el Dinoseto del futuro. ¿De dónde vienes, del siglo XXVII?
—Año 2623 —responde con fatalismo—. No te imaginas cómo es aquello… las guerras, la muerte indiscriminada… Si crees que tu época es conflictiva, espera a que pasen seiscientos años. Al final, solo quedé yo. ¿Puedes imaginarte lo que es eso? Ver el mundo pasar y que todos se maten menos tú. He contemplado el final de los imperios, de las ilusiones y de las esperanzas. ¿Qué me quedaba? ¿Qué podía hacer sino viajar atrás en el tiempo e intentar arreglarlo desde aquí? Utilicé la propia tecnología de los humanos para venir a este mundo virgen y tratar de evitar su desenlace. ¿Es eso tan malo? ¿Me vas a detener por querer cambiar las cosas?
En ese instante veo un mensaje impresionado en un lateral de mi campo de visión, una alegría escrita en Arial 10.
Dharma
Conciencias digitalizadas. Son todos tuyos.
Muy bien. Ha llegado la hora de terminar esta historia.
—Sí, has querido cambiar las cosas, pero a tu favor. Has aprovechado la tecnología del futuro para lavar el cerebro de una comunidad de buenos dinosaurios que solo pretendían vivir en paz en su selva. Dinoseto es el rey de una tribu amistosa que forma parte de nuestra ciudad. Ellos son tan vigueses como nosotros. Por eso me han enviado a ayudarlo.
—Pues no sé cómo vas a hacerlo.
Cada vez se acercan más, creyendo que el hecho de empuñar unas táser los va a proteger de mí cuando empiece a moverme.
—¿Quieres saberlo? Mi enlace ha copiado vuestras pautas cerebrales, todas, así que ahora podemos reproducirlas en laboratorio y separar el material de base de las neuronas que hayas podido infectar. Vamos a ponerte en una jaula, Términus, y te tiraremos pipas como a los monos mientras nos reímos de ti.
Mis manos crecen, se transforman y adaptan como sendas ametralladoras Abura G27. En el territorio que patrullo, todos usan armas de rayos eléctricos, incluidos los saurios. Por suerte para mí, los morlocks, que habitan el Submundo, todavía construyen preciosidades como estas, de cañón largo de 5,56 mm que dispara 900 proyectiles por minuto a una velocidad de 857 metros por segundo. Su alcance eficaz, de unos mil metros, me garantiza que ninguno de ellos cuente con salir vivo. Mi objetivo lo comprende en el mismo momento en que descubre las bocas apuntando hacia él, pero aún hace un vano intento de ganar ventaja.
—¡Matadlo! ¡Matadlo, rápido!
Sus esbirros abren fuego y los tásers golpean mi cuerpo muchas veces. Las descargas eléctricas me sacuden de arriba abajo, convulsiono y me retuerzo como un muñeco de paja en manos de un niño juguetón. Y, poco después, el mercurio del que estoy hecho no resiste el ataque: se deforma, crece, forma burbujas y revienta con una explosión líquida que mancha el prado. Mi cabeza y la mitad de mi torso se encuentran ahora derramadas por una selva de la Era Mesozoica, para burla de mis muchos enemigos, que no se dan cuenta de lo que está pasando aquí, pero enseguida notan los efectos: primero una tos en el dilophosaurio, luego la sensación de falta de aire en los velocirraptores, y al final todos comprenden que han sido envenenados. Solo Términus, el único con una verdadera formación científica, sabe que el mercurio forma nubes de vapor tóxico por encima de 40 grados centígrados, pero ni siquiera él ha sido capaz de prever mi estrategia.
Curo mis heridas con el rápido fluir del único metal líquido a temperatura ambiente, y enseguida mis rasgos aparecen de nuevo en una cara que se forma en segundos. Calvo, feo, barbudo y con tatuajes galaicos que se mueven por mi cabeza. Formo otra vez el pecho y la camiseta de Los Suaves, y entonces las dos Abura G27 disparan con saña sobre ellos. Los primeros en caer son los triceratops, de modo que el palanquín se derrumba sin que llegue a oírlo, atronado como estoy por el sonido de los proyectiles cruzando el aire. Los allosaurios intentan huir, pero nadie escapa de la justicia, ni siquiera a través de un portal del tiempo.
Al final los únicos que escapan con vida son los dos bichejos que me acompañaron al principio, y entonces su rey, que hace esfuerzos por taponar con los dedos las muchas heridas que brotan de su abdomen, me observa y dice, con la enorme boca llena de sangre:
—¡Has… has matado a tu amigo! ¿Qué… clase de canalla eres tú?
—Oh, vamos, no te pongas dramático —bromeo con la ametralladora en su rostro—. La empresa les pagará a todos una carcasa nueva, directa de las vainas de clonación, y Dinoseto volverá a ser el vegetoide que era. En cambio, tú, maldito invasor del futuro, te quedarás para siempre en el centro de aislamiento sensorial de A Lama. Una eternidad sin nada físico, solo una conciencia atrapada en un bote. Créeme, terminarás por desear no haber venido nunca a dar problemas en Neo Vigo.
»Para que te quede claro: ¡la ciudad de los dinosaurios vigueses no es algo con lo que se pueda jugar y salir impune!