«Cuando las grandes guerras de la Sucesión de España terminaron gracias al tratado de Utrecht, el inmenso número de corsarios que habían sido equipados por los bandos contendientes se encontraron sin ocupación. Algunos se dedicaron a las actividades del comercio normal, menos lucrativas que el corso; otros fueron absorbidos por las flotas pesqueras, y algunos, más temerarios, izaron la bandera negra en el palo de mesana y la bandera roja en el palo mayor, declarando por cuenta propia la guerra a toda la raza humana».
Así comienza «El capitán Sharkey y el regreso a Inglaterra del gobernador de Saint Kitt», el primero de los cuatro relatos que Arthur Conan Doyle dedicó a un ser temible, cruel y salvaje que asolaba el mar Caribe y siempre se salía con la suya: el capitán Sharkey. Enemigo de comerciantes, soldados y gobernadores, Sharkey era el mal encarnado, capaz de asesinar a una tripulación entera porque sí, de torturar a inocentes y de escapar impune. Y claro que eso podría causar el rechazo inmediato del lector —al menos de los lectores de bien, que de todo hay en el mundo—, pero Doyle escribe un personaje tan hábil, tan inteligente y tan capaz que acabas por cogerle cariño. Al fin y al cabo, los villanos siempre han sido mucho más atractivos que los héroes —y si no, que se lo digan a Fu Manchú, que despertaba mil veces más simpatía que el soso Nayland Smith—. Gracias a historias como estas y a las de Robert Louis Stevenson, hemos creado en nuestro inconsciente colectivo la figura romántica del pirata audaz y transgresor, en lugar de los asesinos desgraciados y sin miramientos que fueron en realidad.
«El capitán Sharkey, de la barca pirata Happy Delivery había recorrido la costa, dejándola sembrada de embarcaciones desfondadas y de hombres asesinados. Circulaban horribles anécdotas de sus burlas espantosas y de su inflexible ferocidad. Su embarcación pintada de negro, y bautizada con un nombre ambiguo, había llevado la muerte y otras muchas cosas peores que la muerte, desde las Bahamas hasta el continente. Tan nervioso se sentía el capitán Scarrow con la embarcación, cuyos aparejos eran todos nuevos y que iba a plena carga con artículos de mucho valor, que se salió por completo de la ruta comercial corriente, navegando en dirección a Occidente hasta la isla de Bird. Pero incluso en aquellas aguas solitarias descubrió las huellas siniestras del capitán Sharkey».
Doyle abrió una consulta médica en Londres a la que reconoció él mismo que nunca entró un solo paciente, y eso le concedió mucho tiempo para escribir. Gracias a su fracaso como médico, la literatura universal ha ganado piezas maravillosas, en buena parte de ellas reutilizando sus conocimientos científicos y sus vivencias profesionales —Holmes y Watson son adaptaciones de sí mismo y del doctor Joseph Bell, célebre, entre otros asuntos, por describir la parálisis facial que lleva su nombre; pero además Doyle sirvió un tiempo como médico en diversos navíos, con los que recorrió el Ártico y el continente africano, lo cual le dio enormes conocimientos sobre navegación que mostraría en sus novelas—. Doyle odiaba a Holmes, consideraba que esos relatos y novelas policiacas le restaban tiempo de lo que realmente admiraba, que era la novela histórica. En narraciones como «Sir Nigel», «La compañía blanca» o «Las hazañas del brigadier Gerard» era en las que confiaba para encontrar un hueco en la eternidad, pero sus lectores adoraban al detective de Baker Street y no le consintieron que lo hubiera matado, en el relato «El problema final».
Ahora que son noticia las reacciones furiosas del público cuando se siente desencantado por el trabajo de los escritores y guionistas, y a la manera de la enfermera Annie Wilkies, protagonista de la novela «Misery», los seguidores de Arthur Conan Doyle le inundaron de cartas pidiendo, rogando o exigiendo de mala manera el retorno de Sherlock Holmes, a lo cual no pudo negarse en último término, como una condena que arrastró durante toda su vida. La sombra del personaje se tragó a su autor, pero también a otros personajes de su creación.
El capitán Sharkey es una delicia, un malo que disfruta siéndolo y al que estás deseando que le vaya bien. Incluso cuando le salen mal las cosas, está contado de una manera tan genial, tan ocurrente, tan vívida y con tal inmersión del lector en la vida marinera que lo disfrutas de la misma forma. Ah, cuánto le deben ahora Disney y su capitán Jack Sparrow a aquellos Long John Silver y Sharkey, a la astucia de los que se negaban a obedecer las leyes de los corruptos gobernadores españoles, a los asaltos piratas a base de cañones y sables, a la bandera negra de la calavera, la pata de palo y el loro que chillaba «¡Doblones, doblones!» y respondía al nostálgico nombre de «Capitán Flint».
Sharkey es la personificación de nuestro lado más oscuro, el Hyde que nos resulta mucho más divertido que Jekyll, el mar infinito que representa los sueños de aventuras y libertad. Leer «Relatos de piratas» es tan divertido que todo el mundo debería hacerlo alguna vez en la vida, solo por el gustazo de pasarlo bien.