Pero la influencia de Stevenson no se limitó a eso: la imagen del pirata con pata de palo, sombrero de tres picos, parche en el ojo y loro en el hombro se debe a él; el concepto de tesoro enterrado en una isla desierta y marcado con una X en una mapa, también; la definición de «novela de aprendizaje» pasa siempre por nombrar las andanzas del joven Jim Hawkins a bordo de La Hispaniola.
Contaba el propio Stevenson que la idea de la novela le vino a la mente al ver el mapa de una isla inventada que había dibujado su hijastro de doce años, Lloyd Osbourne, y a la que él añadió, como un juego, los nombres que se le iban ocurriendo: «La Colina del Catalejo», «La Isla del Esqueleto», «el tesoro del capitán Flint»… Estos términos, sin ningún contexto que los rodeara, despertaron de tal manera la imaginación del muchacho, que fue él mismo quien sugirió al escritor que contara su historia en una novela. Era 1881, después de un verano tan terrible que la familia entera se había visto encerrada en su casita de campo en Braemar, Escocia, incapaz de hacer otra cosa que leer y escribir una historia entre todos: el pequeño Lloyd aportó su mapa; el padre de Stevenson, el contenido del baúl del pirata Billy Bones, que él transcribió sin cambiar nada. La leyenda estaba servida. Retomando viejas cantinelas de bar que había oído en sus viajes, Robert Louis Stevenson entregó al mundo la mejor novela de aventuras de la historia, según la mayoría de los expertos. Y lo hizo sin entrar en demasiados detalles de quién era el capitán Flint, o por qué se llamaba la Colina del Catalejo. Los detalles daban igual. Lo importante era la fascinación que creaba en sus lectores.
Pero no sólo de islas con tesoros vive la fama del escocés, sino también de obras tan portentosas, e igualmente inmortales, como «El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde», «La flecha negra» o una de mis debilidades desde que lo leí con más o menos la misma edad de Jim Hawkins: «El diablo en la botella».
Stevenson sufrió de manera horrenda a consecuencia de una tuberculosis y murió con sólo 44 años. A pesar de eso, viajó por casi todo el mundo, conoció culturas remotas y plasmó aquellas aventuras en sus novelas, que ahora pertenecen a toda la humanidad.
Y dicen que todo empezó por culpa de Alison Cunningham, «Cummy», una estricta nanny de férreas creencias calvinistas que se pasó la infancia del escritor contándole estremecedoras leyendas escocesas e historias de la Biblia, y que él mismo reconoció después que habían influido enormemente en sus trabajos. En 1885 le dedicó a la fervorosa Cummy el poema «A child´s garden of verses», en reconocimiento a las muchas noches que ella pasó cuidándolo de niño, debido a su mala salud. En él transmite un cariño tan inmenso que es imposible no conmoverse.
Hoy Robert Louis Stevenson habría cumplido 216 años, y sigue estando tan de moda como a los treinta años, cuando revolucionó el mundo con su novela de aventuras. Si todavía no la has leído, no sé a qué estás esperando. No te fíes de sus muchas adaptaciones: no hay nada igual.