Cuando hablamos de novelas de aventuras, hay ciertos nombres obligados: Salgari, Stevenson, Dumas, Haggard, Kipling, Pérez–Reverte, Vázquez–Figueroa o Wilbur Smith. Y Rafael Sabatini es un maestro a la altura de éstos.
Nació tal día como hoy en Iesi, Italia, una pequeña localidad por donde habían pasado romanos, lombardos, francos e incluso Napoléon. Pero, para 1875, ya pertenecía al Reino de Italia. Sabatini era hijo de sendos cantantes de ópera, ella inglesa, él italiano. De niño recorrió Suiza, Portugal y el Reino Unido, por lo cual aprendió a hablar seis idiomas, capacidad que le sería muy útil durante la Segunda Guerra Mundial, cuando trabajó como traductor para la Inteligencia Británica.
Su primera novela, «The lovers of Yvonne», llegó al mundo en 1902, pero él no alcanzó fama mundial hasta 19 años después, con la obra a la que está dedicado este artículo. «Scaramouche» fue traducida a numerosos idiomas e hizo inmortal el nombre de su autor, además de ser adaptada en diversas ocasiones al cine e incluso al musical, pero Sabatini no es sólo «Scaramouche»: este autor de grandes epopeyas, duelos de espada y dramas familiares entregó al mundo treinta y una novelas, ocho historias cortas y una obra de teatro. Y si famosa fue la adaptación al cine de «Scaramouche» de 1952, con Stewart Granger como protagonista, no menos lo había sido la de «El Capitán Blood» de 1935 y la de «El halcón del mar» de 1940, ambas con Errol Flynn, o «El cisne negro» de 1942, con Tyrone Power. A Hollywood le encantaban esas historias de amor, odio, venganzas y floretes, y el público disfrutaba con cada nueva superproducción.
Pero lo cierto es que las novelas de Sabatini van mucho más allá de lo que nos han mostrado sus adaptaciones. Las aventuras a vida o muerte y los romances imposibles no ocultan una impecable ambientación histórica, de la que era un maestro. Sus personajes muestran hechos históricos reales con una honestidad y una cercanía que los convierten en tristemente humanos, con sus carencias, sus vicios y sus muchos errores. Ni los héroes son tan perfectos ni los villanos tan mezquinos, y las revoluciones no son tan utópicas como nos cuentan los libros de Historia. En el fondo todos son grises, modestos, temerosos y fallidos, equivocan su camino con frecuencia, aman a quien no deben, confunden sus emociones con su deber y luchan por ser felices, aunque no sepan cómo hacerlo. ¿Y hay algo más realista que eso?
Génova y el norte de África en el siglo XVI, Gales y el mar Caribe en el XVII, Venecia en el XVIII. Cualquier localización y cualquier fragmento de la Historia daban a Sabatini una excusa para plantear una aventura, donde los fieros combates navales, las persecuciones a caballo, los duelos al amanecer y, sobre todo, las más altas muestras de honor y caballerosidad decidían el destino del mundo.
Un inciso: resulta muy curioso comparar las visiones tan distintas que mostraron Rafael Sabatini y John Steinbeck acerca de la vida del bucanero sir Henry Morgan, el primero en «El Capitán Blood» (1922) y en «El cisne negro» (1932), mientras que el segundo en «La taza de oro» (1927). Autores con escasos puntos en común tratando sobre un mismo personaje real, el temido pirata que asaltó Puerto Príncipe, Portobello y Panamá, para acabar nombrado caballero por el rey Carlos II de Inglaterra y gobernador de Jamaica. Y sin embargo ambos crearon auténticas obras de arte.
Pero ninguna de las novelas de Sabatini alcanzó la fama y el prestigio de «Scaramouche», y fue con motivo. Esta historia resulta tan increíble, tan atemporal y tan apasionante que a día de hoy se sigue publicando en todas las antologías de novelas de aventuras, y citando como un referente literario ineludible.
«Scaramouche» es la narración de la Revolución Francesa desde el punto de vista de aquéllos que la vivieron, los que soñaron con cambiar las horribles diferencias sociales de la Edad Moderna y finalmente se vieron tragados por la violencia. Y gracias a su sacrificio tenemos la sociedad de hoy en día, dicho sea de paso. Por la novela pasan nobles de antiquísimos linajes que se aprovechan de su posición para esclavizar al pueblo, burgueses que pretenden ganar derechos para toda la población, filósofos que creen en un modelo más justo de gobierno, aprovechados, asesinos, modestos comediantes que viajan de pueblo en pueblo con su arte, espadachines de renombre, lacayos, cocheros, jóvenes doncellas sometidas a un matrimonio de conveniencia, actrices que se revelan como codiciosas amantes y desafíos al alba que sólo se pueden saldar con sangre. Si hay alguien capaz de leer esto y no sentir ganas inmediatas de coger el libro, es que no es humano.
En 1788, André-Louis Moreau es un joven abogado de Gavrillac, una aldea de Bretaña a orillas del río Meu. Apadrinado desde recién nacido por el poderoso Quintín de Kercadiou, señor de Gavrillac —de quien se rumorea que tal vez sea su padre—, André-Louis ha crecido rodeado de los lujos propios de su posición noble, y se ha criado junto a la bellísima sobrina del señor, Aline de Kercadiou, a quien quiere como a una hermana. Dos personas vendrán a romper este equilibro: el marqués de La Tour d´Azyr —señor de las tierras que se encuentran al otro lado del río, y que está empezando a cortejar a Aline— y Philippe de Vilmorin —seminarista, revolucionario y soñador, que acude a Gavrillac a denunciar al marqués por haber ordenado el asesinato de un pobre diablo que robó unos faisanes de sus tierras—. Los ánimos se están desbordando por toda Francia, con una nobleza y un clero que temen que sus antiguos privilegios resulten mermados por la creciente ola revolucionaria. Pensadores como Vilmorin se han estado organizando para presionar al rey, y a la vez muchos nobles han reaccionado en contra, casi siempre de modo violento. Sólo André-Louis se encuentra en el medio, descreído de las posibilidades de la revolución, como muestra en un maravilloso diálogo casi al principio de la novela:
«El problema es saber si estaremos mejor gobernados sustituyendo la actual clase gobernante por otra. Sin ninguna garantía, no pienso mover un dedo para que nada cambie. ¿Y qué garantía podéis dar? ¿Cuál es la clase que tomará el poder? Yo te lo diré: la burguesía. (…).
¿Vale eso la pena? ¿Crees que bajo el yugo de los bolsistas, los negreros y los hombres enriquecidos con el innoble arte de comprar y vender, la suerte del pueblo será mejor que bajo el de la nobleza y el clero?».
Pero el visionario protagonista ve cómo sus opiniones cambian sin pretenderlo, cuando el frío marqués de La Tour d´Azyr reta a un duelo a su amigo, el utópico Vilmorin —que apenas ha sostenido una espada en su vida— y lo mata en apenas dos lances. André-Louis inicia entonces una venganza que le llevará a tomar el papel del asesinado dentro de la revolución, aunque sigue sin creer en ella. Y ahí comienzan sus mil vicisitudes: huye de la justicia, se refugia entre los cómicos de una compañía de la Comedia del Arte italiana, queda reducido a la mendicidad, sirve como aprendiz de un maestro de esgrima, se queda con su negocio a la muerte de éste, gana una fortuna como burgués y finalmente llega a ser representante de Bretaña en la Asamblea Constituyente. Todo para poder ponerse frente al verdugo de su amigo y ajustar cuentas con él.
Pero este argumento tan dumasiano sirve como pretexto a Sabatini para mostrar a pie de calle el estallido de la Revolución Francesa y sus sangrientas consecuencias, el idealismo del comienzo y la horrible decepción de su final, cuando ya nada puede contener las revueltas de París. A lo largo de su odisea, André-Louis pasa por todos los estratos sociales: de noble a vasallo y después a burgués, de rico a pobre y nuevamente a rico, pero esta vez por méritos propios, no heredados. Él es la personificación del hombre de Francia, que sufre por igual la muerte de los ideales, cuando los enemigos de la revolución acaben con las ideas a base de pólvora, y los pensadores se cansen de pensar. Y las calles sean el territorio de los que adoran la violencia.
Scaramouche («Scaramuccia» en italiano) era un personaje habitual dentro de la Comedia del Arte italiana, junto a otros clásicos como Arlequín, Pantalone o Polichinela. Soldado y cantante, fuerte y ágil, a la vez que mordaz, Scaramouche trataba con príncipes y lacayos, consiguiendo siempre un cambio de mano que le beneficiara. Y por eso es un personaje tan adecuado para André-Louis, que lo encarna durante su periplo con la compañía de cómicos, a mitad de novela —aunque en realidad él sueña con escribir obras modernas—. Por aquel entonces, en Francia era ya poco frecuente ver compañías de cómicos itinerantes de la Comedia del Arte italiana, famosos por sus improvisaciones y sus escenas arquetípicas. Esas representaciones habían sido sustituidas por la moderna Comedia Francesa, en la que los guiones estaban escritos de manera detallada y no había espacio para improvisar. Del mismo modo, el Antiguo Régimen estaba condenado a desaparecer, y también André-Louis es un hombre entre dos tiempos, entre dos eras, entre dos sistemas de gobierno, dos formas de escribir teatro y dos personajes: él mismo y Scaramouche. Como le dice al final su amigo Le Chapelier —quien le convence para formar parte de la Asamblea Constituyente—: «Has pasado de la toga al coturno, y de éste a la espada». El coturno era el calzado típico empleado en las tragedias griegas, para que los actores ganasen altura en el escenario. Y así el burlón Scaramouche, que André-Louis encarna durante un período para salvar la vida, se acaba uniendo a su semblante, y dando nombre a toda su epopeya.
Rafael Sabatini falleció en 1950, y en su lápida aparece grabada la primera línea de la novela que marcó su carrera para siempre, y que es uno de los mejores comienzos de novela de todos los tiempos:
«Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ése era todo su patrimonio».