Todo empezó con una serie de relatos sin pretensiones de cambiar el mundo. A finales de los años ochenta, el escritor Andrzej Sapkowski publicó una serie de historias cortas en la revista polaca Fantastyka, que estaba dedicada a la fantasía y la ciencia–ficción. Su éxito fue tan enorme que pronto fueron reeditadas en forma de libro y posteriormente traducidas a numerosas lenguas. Había nacido el brujo Geralt de Rivia.
«Después dijeron que aquel hombre había venido desde el norte por la Puerta de los Cordeleros. Entró a pie, llevando de las riendas a su caballo. Era por la tarde y los tenderetes de los cordeleros y de los talabarteros estaban ya cerrados y la callejuela se encontraba vacía. La tarde era calurosa pero aquel hombre traía un capote negro sobre los hombros. Llamaba la atención.
Se detuvo ante la venta del Viejo Narakort, se mantuvo de pie un instante, escuchó el rumor de las voces. La venta, como de costumbre a aquella hora, estaba llena de gente.
El desconocido no entró en el Viejo Narakort. Condujo el caballo más adelante, hacia el final de la calle. Allí había otra taberna, más pequeña, llamada El Zorro. Estaba casi vacía. Aquella taberna no gozaba de la mejor fama.
El ventero sacó la cabeza de un cuenco con pepinillos en vinagre y dirigió su mirada hacia el huésped. El extraño, todavía con el capote puesto, estaba de pie frente al mostrador, rígido, inmóvil, en silencio.
—¿Qué va a ser?
—Cerveza —dijo el desconocido. Tenía una voz desagradable.
El posadero se limpió las manos en el delantal de tela y llenó una jarra de barro. La jarra estaba desportillada.
El desconocido no era viejo, pero tenía los cabellos completamente blancos. Por debajo del abrigo llevaba una raída almilla de cuero, anudada por encima de los hombros y bajo las axilas. Cuando se quitó el capote todos se dieron cuenta de que llevaba una espada en un cinturón al dorso. No era esto extraño, pues en Wyzima casi todos portaban armas, pero nadie acostumbraba a llevar el estoque a la espalda como si fuera un arco o una aljaba».
Así comienza «El brujo», primer relato de la vida de Geralt de Rivia, mutante, brujo y cazador de monstruos. Un ser que viaja sin rumbo definido y alquila su espada para acabar con todos los monstruos que amenazan a los pueblos del Continente. Un personaje complicado, de pasado doloroso, amplios conocimientos mágicos y dos espadas: la de acero para los hombres y la de plata para los monstruos. Geralt viaja sin compañía durante este libro, a lomos de su yegua Sardinilla, con solo algún compañero ocasional, como el bardo Jaskier —que suele traerle más problemas de los que soluciona—.
En el Continente, los brujos, magas y hechiceros siempre son mal vistos por el pueblo llano, que desconfía de sus actividades, e incluso los reyes los tratan solo por necesidad. Eso hace que Geralt malviva de pueblo en pueblo, ganando una miseria por un trabajo peligroso, que todos necesitan pero que nadie valora. Tabernas y posadas de la peor ralea son su territorio habitual, y sus compañeros incluyen a asesinos por encargo, magos sin escrúpulos, monarcas caprichosos y en especial una hechicera que habrá de ser definitiva en el desarrollo de la saga.
«Como siempre, los primeros que le prestaron atención fueron los gatos y los niños. Un gato rayado que estaba durmiendo al sol sobre un montón de leña se estremeció, levantó la cabecita redonda, puso las orejas, resopló y se metió entre las ortigas. Un niño de tres años, Dragomir, hijo del pescador Trigli, quien delante de su palloza hacía lo que podía para ensuciar aún más su ya sucia camisola, se puso a berrear, clavando los ojos bañados de lágrimas en el jinete que pasaba cabalgando por delante de él. El brujo cabalgaba despacio, sin intentar adelantar al carro del heno que taponaba la calle. Detrás de él, estirando el cuello, haciendo tensarse la cuerda a cada paso, atado al arzón de la silla, trotaba un asno bien cargado. Además de las albardas habituales, el orejudo animal arrastraba sobre los lomos un bulto bastante grande cubierto por una gualdrapa. Los costados entre gris y blanco del asno estaban cubiertos de oscuras manchas de sangre coagulada».
Desde el comienzo, Sapkowski procuró dar a sus historias un hiperrealismo en ocasiones brutal. Las calles están enlodadas, las tabernas llenas de mugre y las capas de chinches. A los aldeanos les faltan dientes y hablan en una jerga que mezcla sin control diversas lenguas, con numerosas expresiones malsonantes. Blasfeman, insultan y humillan a cada momento. Las espadas derraman sangre auténtica, los monstruos destripan a honorables caballeros, las princesas se escapan de sus palacios por la noche para mantener aventuras furtivas en un pajar.
Más aún, en varios de estos cuentos aparecen versiones de personajes clásicos, pasados por la imaginación modernizadora del polaco: una princesa asombrosamente bella que resulta violada por el cazador al que le encargaron matarla y después encuentra cobijo en la casa de siete gnomos; un monstruo al que atrapan en una lámpara y que cada vez que se libera concede tres deseos, a cuál más terrible; una joven enamorada de un ser bestial.
Sapkowski muestra un conocimiento profundo de dos fuentes principales: la fantasía heroica que se había escrito hasta entonces —representada de manera más habitual por las obras de Robert E. Howard y J. R. R. Tolkien— y las leyendas tradicionales centroeuropeas. Todo eso lo junta, lo reconstruye y lo presenta de un modo tan auténtico que parece que puedas estar oliendo esos pepinillos en vinagre o que puedas ver por ti mismo esas manchas de sangre coagulada.
Ahora podremos ver todo eso en televisión y comprobar si los creadores de la serie han imaginado esas escenas tal y como sus innumerables lectores por todo el mundo.
Se abre la veda de los monstruos.