Benito Pérez Galdós nació en Las Palmas de Gran Canaria hace 176 años. Se mudó a Madrid para estudiar Derecho, pero nunca terminó la carrera, porque enseguida empezó a escribir y a colaborar como reportero en los diarios La Nación y El Debate. Eso le posibilitó viajar por Europa y asistir en persona a los hechos más importantes de su época, tales como la Exposición Universal de París de 1867, las matanzas de la Noche de San Daniel o el exilio de la reina Isabel II. Galdós era un apasionado de su tiempo, un cronista maravilloso que no se quería perder ni un detalle de lo que estaba ocurriendo. Conoció a Clarín, a Francisco Giner de los Ríos y a Tolstoi, introdujo en España las obras de Dickens y el naturalismo, fue diputado a Cortes y académico de la Lengua. Pero además, tenía la amplia visión de un intelectual, capaz de comprender los hechos del presente desde la complejidad del pasado. Por eso también leía a Cervantes, a Lope, a Shakespeare y a los grandes de la tragedia griega. Estudiaba documentos históricos en lenguas tan diversas como el inglés, el francés o el griego clásico. Y además conservaba la humildad de sus tiempos jóvenes y creía firmemente en la obligación de transmitir el conocimiento a todos los estratos de la sociedad, de generar una sabiduría compartida sobre los eventos históricos. Era tremendamente honesto acerca del pasado de España, sin ocultar sus momentos más oscuros pero con la responsabilidad de hacer que todo el mundo los comprendiera. De ahí nació un proyecto tan monumental como los «Episodios nacionales»: una serie de 46 novelas históricas escritas entre 1872 y 1912, y que tratan acerca del período comprendido entre 1805 y 1880. En ellas Galdós se suma a la pasión por la novela histórica que corría entonces por Europa —Walter Scott había publicado «Ivanhoe» en 1820, con el éxito que eso supuso y la trascendencia para el desarrollo de ese género literario—, pero mezclándolo con el naturalismo que venía de Francia. Este movimiento, auspiciado sobre todo por Émile Zola, propugnaba el realismo en la obra de ficción, con especial atención a las desigualdades sociales que provenían de la Revolución Industrial y al determinismo social marcado por la estructura de clases. Galdós encontró en el naturalismo un medio perfecto para retratar la España de la Guerra de Independencia, en contraposición al idealismo militarista con el que solían ser recordadas esas gestas. Él no pretendía hacer un tratado histórico, sino una obra cercana al pueblo —que en aquella época aún sufría unas cifras terriblemente altas de analfabetismo y unas condiciones de vida durísimas—, y por ello eligió protagonistas modestos que intentaban convertirse en héroes, más emparentados —como él mismo señala— con la novela picaresca y con el Quijote que con los nobles y las gestas de Walter Scott. «Trafalgar» es el ejemplo perfecto de esa unión: protagonista pícaro y entrañable, caballero anciano de sueños quijotescos, trama de enredos, ritmo de aventura, entorno histórico documentado de forma exhaustiva e intención divulgatoria por parte del autor. Su significación como obra es fundamental y marcó un momento muy especial en la Historia de la Literatura, marcando el estilo de muchas novelas de las décadas e incluso siglos venideros.
«Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo, diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña manera me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible catástrofe de nuestra marina. Al hablar de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que cuentan hechos de su propia vida, quienes empiezan nombrando su parentela, las más veces noble, siempre hidalga por lo menos, si no se dicen descendientes del mismo Emperador de Trapisonda. Yo, en esta parte, no puedo adornar mi libro con sonoros apellidos; y fuera de mi madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de ninguno de mis ascendientes, si no es de Adán, cuyo parentesco me parece indiscutible. Doy principio, pues, a mi historia como Pablos, el buscón de Segovia: afortunadamente Dios ha querido que en esto solo nos parezcamos. Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de la Viña, que no es hoy, ni menos era entonces, academia de buenas costumbres. La memoria no me da luz alguna sobre mi persona y mis acciones en la niñez, sino desde la edad de seis años; y si recuerdo esta fecha, es porque la asocio a un suceso naval de que oí hablar entonces: el combate del cabo de San Vicente, acaecido en 1797».
El protagonista de «Trafalgar», Gabriel Araceli, es por tanto más heredero del personaje de Quevedo que de ningún grande de España y por eso tiene el afán de mostrar los más importantes hechos históricos desde su punto de vista y el de la gente modesta como él, la que lucha y la que muere, la que se alista en las guerras por la fuerza y la que al final defiende su patria con mucho más fervor que los supuestos servidores públicos.
Por una serie de circunstancias que aparecen en los primeros capítulos de la novela, el joven Gabriel termina participando en la batalla de Trafalgar, que tuvo lugar en Cádiz el 21 de octubre de 1805 entre una flota de 33 naves de la Armada del Reino Unido —en la que viajaban unos 18.000 hombres— y una flota combinada franco–española de 40 naves —con unos 27.000 hombres en total—. La descripción del combate es brutal, directa y sin disimulos, a diferencia de las novelas de su época. Galdós muestra en todo su salvajismo la situación de los marineros españoles, muchos sin oficio ni experiencia, y la forma horrenda en que fueron destrozados por un enemigo menos numeroso pero mejor formado, mejor equipado y más voluntarioso, que obtuvo una de las mayores victorias navales de la Historia.
Y en mitad de ese espectáculo de muerte y destrozos, Gabriel aprende algunas de las lecciones más importantes de su vida:
«En nuestras lanchas iban españoles e ingleses, aunque era mayor el número de los primeros, y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose unos a otros en el común peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más parecidos a fieras que a hombres. Yo miraba a los ingleses, remando con tanta decisión como los nuestros; yo observaba en sus semblantes las mismas señales de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia del santo sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros. Con estos pensamientos, decía para mí: “¿Para qué son las guerras, Dios mío? ¿Por qué estos hombres no han de ser amigos en todas las ocasiones de la vida como lo son en las de peligro? Esto que veo, ¿no prueba que todos los hombres son hermanos?”. Pero venía de improviso a cortar estas consideraciones, la idea de nacionalidad, aquel sistema de islas que yo había forjado, y entonces decía: “Pero ya: esto de que las islas han de querer quitarse unas a otras algún pedazo de tierra, lo echa todo a perder, y sin duda en todas ellas debe de haber hombres muy malos, que son los que arman las guerras para su provecho particular, bien porque son ambiciosos y quieren mandar, bien porque son avaros y anhelan ser ricos. Estos hombres malos son los que engañan a los demás, a todos estos infelices que van a pelear; y para que el engaño sea completo, les impulsan a odiar a otras naciones; siembran la discordia, fomentan la envidia, y aquí tienen ustedes el resultado. Yo estoy seguro —añadí—, de que esto no puede durar: apuesto doble contra sencillo a que dentro de poco los hombres de unas y otras islas se han de convencer de que hacen un gran disparate armando tan terribles guerras, y llegará un día en que se abrazarán, conviniendo todos en no formar más que una sola familia”. Así pensaba yo. Después de esto he vivido setenta años, y no he visto llegar ese día».
Galdós, viajero y gran conocedor de las riquezas culturales de otros países, procuraba inculcar en sus lectores un sentimiento de hermandad entre pueblos, de cuestionamiento de las verdades absolutas que lanzan los políticos y con las que proclaman las guerras como momentos heroicos. Él hablaba el idioma de la gente corriente y escribía para ella, en una época complicada pero rica en genios. El siglo XIX español fue uno de los más grandiosos del mundo y debemos defenderlo como tal. Galdós ha sido nombrado como uno de los novelistas más importantes de todos los tiempos en lengua castellana, posiblemente solo superado por Cervantes.
Su obra siempre estuvo comprometida con el momento histórico en el que vivió y reivindicó el valor de la Historia que llevaba a cuestas. Durante años, su rostro estuvo grabado en los billetes de mil pesetas, igual que el de Rosalía estaba en el de quinientas.
Ahora este genio habría cumplido 176 años y su obra permanece fresca, viva, joven y soñadora, como el propio Gabriel Araceli, que, durante la primera serie de los «Episodios nacionales», recorrió los principales asuntos de la Guerra de Independencia y finalmente consiguió, a pesar de su origen humilde, fama y fortuna. Igual que su autor consiguió, de forma bien merecida, la inmortalidad.