«El viento llevaba toda la tarde filtrándose por los pequeños valles galeses, anunciando al mundo la llegada del invierno desde el polo; y el río llevaba el leve plañido de hielo nuevo. Era un día triste, un día de lúgubre inquietud, de descontento».
Estas palabras, escritas en la primera página del primer libro de la extensa producción literaria de John Steinbeck, habrían de ser premonitorias: triste era el primer día de la narración de «La taza de oro», triste fue la vida de su protagonista, y triste la de muchas personas con las que habría de cruzarse el autor a lo largo de su existencia aventurera. Steinbeck creció en el condado de Monterey, en aquella California de comienzos del siglo XX donde los grandes ranchos atraían una abundante inmigración y sometían a las personas a una vida durísima. La madre del pequeño John había sido maestra de escuela, y de ella obtuvo una profunda formación clásica y una enorme preocupación social. Ambas le acompañarían a lo largo de toda su obra.
Steinbeck fue un hombre comprometido con su tiempo, igual con el sufrimiento de los estadounidenses durante la Gran Depresión —que mostró con toda su crudeza en novelas como «Las uvas de la ira», «De ratones y hombres» o «Tortilla flat»—, con los estragos que produce la guerra en los pueblos indefensos —«La luna se ha puesto»— o con la cuestión de las revoluciones sociales o comunistas de su época —como en el guion de «¡Viva Zapata!» o en el ensayo acerca de su viaje a la Unión Soviética, que acompañó con imágenes del fotógrafo Robert Capa y que llevaría el título de «Un diario ruso»—.
Pero además Steinbeck era un gran conocedor de la Historia, que empleaba como metáfora de la situación presente y como universalización de los sentimientos de los hombres. En manos de este autor, los titanes sufrían, anhelaban, sentían y morían, buscando una felicidad que se les escapaba entre los dedos. Y él también sufría, a su nivel. En 1958, Steinbeck empezó a escribir el primer borrador de «Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros» —basado sobre todo en «La muerte de Arturo», de sir Thomas Malory—, pero las dudas, los cambios de estructura y unas palabras muy críticas por parte de su editor le hicieron abandonar el proyecto hasta 1965. Pero entonces ya era tarde: Steinbeck murió tres años después debido a una cardiopatía, y el texto quedó inacabado. Y el mismo editor que había criticado la obra decidió publicarla entonces, con un enorme éxito.
Hemingway escribió 47 finales distintos para «Adiós a las armas» y luego se quedó con uno solo: los escritores también son humanos, no sólo los caballeros de la Tabla Redonda.
Hay un largo camino desde «La taza de oro» hasta «Los hechos del rey Arturo» en la carrera de su autor, aunque los dos comparten el contraste entre la narración épica y las pasiones mundanas. En 1929, John Steinbeck era un joven de 27 años publicando su primera novela. Las críticas fueron malas, y tuvo que esperar hasta «Tortilla Flat», en el treinta y cinco, para alcanzar el éxito. Pero todo estaba ya en «La taza de oro»:
«—¿En qué estás pensando, hijo? —le preguntó muy suavemente al cabo de un rato. Y Henry apartó entonces la mirada de la tierra que quedaba más allá de las llamas.
—Estoy pensando en que pronto querré marcharme, padre.
—Lo sé, Henry. Durante todo este largo año he visto crecer en ti ese deseo como un árbol fuerte… Londres o Guinea o Jamaica. Es porque tienes quince años y eres fuerte y sientes la pasión por lo nuevo. También yo vi una vez al valle hacerse cada vez más pequeño (…).»
«La taza de oro» aprovecha la historia real del bucanero Henry Morgan para contar un cuento moderno sobre la búsqueda de los sueños y la amargura, sobre el concepto que tenemos de nosotros mismos y el daño que hacemos a los que nos rodean.
Morgan fue un corsario británico que, durante la segunda mitad del siglo XVII, realizó diversas actuaciones marítimas contra los enclaves españoles en el Nuevo Mundo, obteniendo importantes victorias y el reconocimiento de su nación. Durante toda esa época, el Gobierno británico auspiciaba la actividad de los filibusteros del Mar de las Antillas, quienes, desde sus bases en Jamaica o la Isla de la Tortuga, se enfrentaban sobre todo a españoles, pero también a franceses y holandeses. La ciudad de Port Royal, en Jamaica, se hizo famosa por la ingente cantidad de piratas que la empleaban como base de operaciones. Navíos, fortificaciones y rutas de comercio se veían constantemente amenazados por unos hombres al margen de todas las leyes. Muchos fueron abatidos dentro de sus propios barcos, bastantes fueron ahorcados por gobernadores furiosos, pero algunos lograron establecerse en territorios que proclamaron suyos, e incluso denominarse libertadores y participar en la lucha por la independencia de aquellas colonias, transformándose de bribones en héroes. La República Oriental del Uruguay celebra cada 15 de noviembre el Día de la Armada Nacional precisamente porque en ese día de 1817 José Gervasio Artigas, gobernador de la Provincia Oriental del Rio de la Plata, otorgó patente de corso al norteamericano John Murphy, capitán del navío La Fortuna. Murphy y otros muchos corsarios artiguistas resultaron fundamentales en la posterior independencia de Uruguay (sobre este tema existe una maravillosa novela de aventuras de la que hablaremos otro día: «La cacería», de Alejandro Paternain).
Y hasta hubo algunos corsarios, como Henry Morgan, que cambiaron de bando a mitad de viaje y pasaron a combatir a sus antiguos compañeros. Morgan se hizo célebre por haber arrasado ciudades tan importantes como Puerto Príncipe, Portobelo y Maracaibo, pero sin duda lo que le hizo pasar a la historia fue el saqueo en 1671 de Panamá —conocida como «la taza de oro», por las enormes riquezas que acumulaba—. Este asalto está considerado como uno de los más brillantes ejemplos de estrategia militar, y a Morgan en concreto le reportó una fortuna —se dice que en gran parte robada a sus aliados—, el título de caballero de manos del rey Carlos II de Inglaterra y el nombramiento como vicegobernador de Jamaica. En su desempeño de este cargo no tuvo demasiados reparos en ordenar el ajusticiamiento de muchos piratas que habían servido a sus órdenes, mientras que él, en cambio, murió en 1688, alcoholizado y enfermo, en su cama de la ciudad de Port Royal. Cuatro años después, un violento terremoto se tragó por completo la ciudad, unas tres mil vidas y la tumba del temido corsario Henry Morgan.
Existen muchas novelas ambientadas en esa época, pero quizá las mejores sean las que escribieron dos maestros de la literatura de aventuras: Emilio Salgari —«El corsario negro», «Yolanda», «La hija del corsario negro» y «La reina de los Caribes»— y Alberto Vázquez–Figueroa —«Piratas», «Negreros» y «León Bocanegra»—.
John Steinbeck sabía todo esto cuando decidió escribir «La taza de oro», pero él no quería hacer otra novela de piratas, sino que utilizó la historia de Henry Morgan como base para desarrollar una fábula sobre la naturaleza humana y el ansia de aventuras de la juventud. Por sus páginas caminan personajes míticos como Merlín —también galés, como el propio Morgan, aunque de once siglos antes—, a quien el protagonista visita para pedir consejo antes de partir hacia las Indias. Merlín es ya un venerable anciano de quien «se decía, por ejemplo, que las hadas le obedecían y llevaban sus mensajes por el aire sustentadas por alas silenciosas». Y Merlín le da, como regalo, una de las mejores reflexiones que se han hecho nunca sobre la crueldad del paso del tiempo, como sólo la puede dar un hombre viejísimo a un atento jovencito con sed de aventuras:
«—Creo que te entiendo —dijo suavemente—. Eres un niño pequeño. Deseas la luna para beber de ella como de una taza dorada; y por eso es muy probable que llegues a ser un gran hombre… ojalá siguieras siendo un niño pequeño. Todos los grandes del mundo fueron niños pequeños que deseaban la luna; corriendo y saltando atraparon a veces una luciérnaga. Pero si uno crece hasta tener la inteligencia de un hombre, comprende que no puede alcanzar la luna y que aunque pudiera alcanzarla no la querría… y por lo tanto no atrapa luciérnagas. (…)
»Llegarás a ser grande, Henry, y puede que llegue la hora en que te veas solo en tu grandeza, sin amigos en ninguna parte; sólo los que te defienden por respeto o por miedo o por pánico. Lo lamento por ti, muchacho de ojos claros y honestos que miran hacia arriba con vehemencia. Lo lamento por ti y… ¡Madre Celestial, cómo te envidio! (…)
»Claro que tienes que irte, Henry. Y atrapar una gran luciérnaga, ¿verdad? Adiós, hijo.»
Y así es como empieza «La taza de oro», de John Steinbeck.
Así empieza la aventura, una de esas aventuras que sólo pueden terminar, como escribía en el desenlace el californiano, «pastoreando sueños en Avalon».