«Ya le podían llevar la contraria en lo que quisieran, pero tener un padre maestro era lo peor, pero lo peorcito que podía tocarle a una en el mundo. No solo te controlaban las comidas, las tareas y las amigas, y te decían Lucía los deberes, y a ver si me haces esta cuenta, y cómo se dice tal palabra en inglés, que a ella no le importaba todavía, porque cuando tuviera edad para ligarse a Leo di Caprio él sería ya una pasa y seguro que había otros actores más monos a tiro, sino porque había que cambiar de casa cada dos por tres, a remolque de los destinos y las oposiciones, que no entendía muy bien de qué venía la palabreja, si su padre a todo aquello no se oponía ni pizca».
Así empieza «Una canica en la palmera», un cuento de fantasía moderna, ganador del premio Ignotus en 2001 e incluido en la antología «Castillos en el aire» (2016) junto a otras pequeñas joyas de autores tan importantes como Elia Barceló, César Mallorquí, Juan Miguel Aguilera o Domingo Santos. Esta historia reconstruye la típica narración fantástica, vista tantas veces en series y películas americanas, y la asienta en los recuerdos propios de su Cádiz natal, en sus vivencias y en las de todos los que pasamos por esa época. La narración está llena de referencias a la televisión, el cine y el famoseo de aquellos años, vistos desde la perspectiva de Lucía, la protagonista, una niña que cambia de colegio y siempre es la nueva. Pero lo que le va a ocurrir en esos últimos días antes del comienzo del curso, cuando ya por fin se han establecido y no va a haber más cambios de vida, es algo que ni ella ni los lectores se podrían imaginar.
«Lucía estaba feliz también porque así viviría más cerca de la abuela y de los primos, y recibiría lo mismo paguitas semanales y no de higos a brevas, y jugaría más veces con Arancha y con Marimar, y hasta con el brutote de Carlos y su no menos terrible hermano Iván, y no tendrían que pegarse el palizón las navidades y compartir casa con otra familia que era familia pero psé, y soportarse el olor a calcetines y el follón de volver corriendo al pueblo de turno donde le tocara trabajar a su padre, porque los Reyes, que eran unos imbéciles que ya podían venir a la vez que Papá Noel, nunca caían en la cuenta de ponerles los juguetes aquí en Cádiz, para no confundirse con los regalos de los primos, y siempre lo dejaban todo, muy ordenadito y con una capita de polvo, en la casa del pueblo que alquilaban y a la que volvían dos días antes de que tanto papá como ellos empezaran el cole y el segundo trimestre».
Rafael Marín es un escritor veterano, autor de unas 30 novelas propias, 7 libros teóricos y casi 200 traducciones de obras extranjeras. En 2003 ganó el premio de la Eurocon al mejor traductor europeo de ciencia ficción. Y esa maestría se nota. Su texto adopta la voz de una niña adorable de ocho años, implicada por casualidad en un problema que no entiende, pero en el que, como hacen siempre los niños, no le costará mucho meterse de cabeza. Para ella la aventura que va a protagonizar es solo una parte más de su verano, y por amistad (y también un poco por curiosidad por lo que está ocurriendo) será capaz de enfrentarse a situaciones que a los adultos nos harían escapar aterrorizados.
Lucía es un compendio de sueños y de ilusiones, pero se aburre tremendamente. Hasta que empiece el curso, la verdad es que no conoce a nadie, su hermano David solo tiene tres años y su madre se dedica a conocer a otras madres en el parque, así que ella está bastante sola. Ese es el momento en el que empiezan a pasar cosas extrañas, que los lectores adultos podemos adelantar en cierta parte, pero que se resolverá de un modo tan brillante, tan sensible, tan nostálgico en algunas cosas y tan infantil en otras que este cuento es uno de los mejores que he leído nunca. Poder mostrar la misma historia desde los ojos de una niña actual y de uno antiguo, para que el lector adulto pueda entenderla desde su mentalidad compleja actual y la infantil que sigue viviendo en alguna parte de su cabeza, solo está al alcance de los maestros. Hay que ser muy grande para jugar con las percepciones del lector de esta manera, con lo «ya visto» en otras historias parecidas, para después retorcerlo y darle un final íntimo, propio, local y a la vez común para todos. Y eso en solo treinta páginas.
No pienso entrar en más detalles. Quien desvele la trama y sobre todo el final de este cuento se merece arder en el más profundo de los círculos del infierno.
Hoy habrá elogios en muchos medios para «Lágrimas de luz», «La leyenda del navegante», «Juglar», «Detective sin licencia» o «Don Juan», los libros más conocidos de Marín. Pero esta sección siempre se ha caracterizado por recomendar obras que han pasado desapercibidas, que se encuentran descatalogadas o que marcaron de alguna manera la carrera de un autor. «Una canica en la palmera» es una auténtica delicia, simplemente. Y a veces solo necesitamos eso para leer un texto y disfrutarlo.