Así comienza «Tierra de campos», la nueva novela del madrileño David Trueba, que habla sobre uno de sus temas más habituales: cómo las decisiones que tomamos marcan nuestra existencia y la de aquéllos que nos rodean, hasta llegar a consecuencias impensables. Sin buenos ni malos, sólo personas (que no personajes, son mucho más complejos que eso) abrumados por la exigencia de madurar, y la forma en que cada uno elige hacerlo. La vida es un cuento del que ya conocemos el final, pero la manera de llegar hasta él es tan variable que la suerte, el egoísmo y el amor se vuelven en esta obra las razones más poderosas para tomar un camino u otro. Y no queda claro cuál de esas tres sea la más importante. Cada persona tiene su propia escala de valores, y cada momento conlleva sus elecciones.
Y siempre se aprende más de las derrotas que de las victorias (la frase no es mía, sino de «Saber perder», la novela con la que Trueba ganó el Premio de la Crítica en 2008).
Daniel Campos es un viejo músico de rock conocido como Dani Mosca. Su afán es trasladar el féretro de su padre al pueblo donde nació, para enterrarlo con su familia. El viaje se nos muestra como una mezcla proustiana de experiencias presentes y pasadas, sobre todo de las derrotas que han llevado a Dani a ser quien es. La manera en que se relacionaba con su padre y el tipo de hombre que fue, en contraposición con el que ha llegado a ser Dani, ahora también padre. Las generaciones enfrentadas, con todo un país cambiando a su alrededor.
El padre se presenta como un producto de su época: honrado y trabajador, fiel a su esposa y a su familia, descreído acerca del mundillo del espectáculo, de una rectitud abrumadora en la manera de cuidar a su hijo y acostumbrado al trabajo duro, muy duro. Por contra, Dani es el prototipo del rockero español de los ochenta y noventa: loco, mujeriego, conocedor del drama y la muerte. Ha visto el auge y la desaparición de grandes personas, y ha esquivado por poco a la de la guadaña.
Ambas personas resultan irreconciliables entre sí, igual que la España de los ochenta despreciaba a la generación anterior y pretendía cambiar el mundo. Sin embargo, ¿qué queda de aquellos soñadores? ¿Qué ha sido de la movida madrileña y de los (pocos) que sobrevivieron? Dani ha formado su propia familia y reconoce en sí mismo ciertos aspectos de su padre, pese a haber pasado toda la vida huyendo de su legado. Y eso le causa dolor y risa a partes iguales. Se ríe de su estupidez de adolescente y sufre por la rabia que lo alejó de su familia, al tiempo que observa a sus hijos con la sonrisa condescendiente con que su padre lo observaba a él. La vida es un espejo cruel que te devuelve lo que hiciste de chaval, como nos pasa a todos al cumplir los cuarenta y dejar de ser sólo hijos para convertirnos también en padres.
Y sin embargo no aprendemos de nuestros mayores: Dani ha sido incapaz de ser fiel a ninguna de sus parejas, por lo que su historia son muchas historias con mujeres diferentes, siempre ilusionado al principio, siempre engañándolas al final. Por contra, recuerda la enfermedad degenerativa de su madre, que la fue apagando día a día mientras su padre se mantuvo siempre firme a su lado, durante toda una vida. Lecciones que intenta enseñar a sus hijos, partidos en dos por una separación.
«¿Por qué sucede siempre así, que uno de niño tiene prisa por hacerse mayor? El verano pasado miré a mis hijos jugar felices con la arena de la playa y pensé: ¿cuándo dejamos de hacer castillos al borde del mar? ¿Cuándo cometemos ese error? ¿Cuándo aceptamos la petulancia de que eso es cosa de niños? A lo mejor nunca dejamos de hacer castillos de arena al borde del agua, sólo que ya no los llamamos así. Igual que por ser padres no dejamos de ser hijos».
El sociólogo Zygmunt Bauman llamó «modernidad líquida» a este estado de las cosas en que vivimos ahora, cuando ni el empleo, ni la vivienda ni la pareja son para toda la vida. Es más, creemos que es bueno que no sean para toda la vida y evitamos con todas nuestras fuerzas el compromiso perdurable, persiguiendo para siempre la precariedad, la decisión continua, reinventarse. Todo es provisional y mejorable. Nada es para siempre.
Dani Mosca es el prototipo del cuarentón que abrazó con ansia esa nueva forma de vida, y ahora echa la vista atrás y reconoce que en algunas cosas acertó y en otras muchas se equivocó sin remedio. Y sus errores hicieron daño a las personas que más quería. Su padre nunca entendió la nueva España, el nuevo mundo global, y Dani reconoce (muy a su pesar) que aquel hombre que sobrevivió al franquismo tenía razón a veces. Él ha sobrevivido a la movida madrileña y también le quedan unas cuantas cicatrices.
«Tierra de campos» es un retorno al pueblo como forma de retornar al pasado, sin ninguna clase de juicio moral. No hay enseñanzas, ni fábulas como las de Esopo. La verdad es mostrada ante el lector con toda la crudeza de sus grises, el humor como bálsamo de la más sentida de las tragedias. El legado como la más poética de las justicias, porque siempre te alcanza, aunque huyas.
Como una canción que no puedes dejar de tararear, aunque la odies.