La inauguración de O Marisquiño 2020 obtuvo una respuesta tan espectacular sobre el escenario como a sus pies. El ímpetu de la platea parecía llenar más espacio que en los anteriores eventos y el lleno de las gradas, expectante y no menos excitado, se entregó a sus ídolos con el bullicio que merecían. A Wöyza la esperaban desde hace más de una década. Hijos de la ruina congregó en Castrelos a seguidores de distintas partes de España.
Marta y Mónica, de Zaragoza “se van de gira con ellos” y encontraron en el festival vigués y las posibilidades de la ciudad la ocasión perfecta para organizar sus vacaciones. Carla y Ramón, salmantinos, estaban en La Coruña pasando unos días con sus amigos y no dudaron en desplazarse a Vigo y a guardar un sitio privilegiado en las gradas. Las inmediaciones del recinto también acogieron a una inmensa multitud. El alcalde dio la bienvenida a 30.000 seguidores, a juzgar por el aforo y la comparativa con otros eventos la cifra parecía muy optimista. Hicieron ruido. Y mucho.
Tenían, la mayoría, entre 25 y 35 años y brillaban en una amalgama de abalorios, piercings, gorras y gafas sobre la barba. Un estilo tan informal como cuidado al milímetro como marcan los patrones de la cultura del adorno contemporánea. En la cola del bar se saludaban con gestos callejeros expresados más en ancho que en alto.
Wöyza y la inenarrable fuerza del ser
Eran las 21:30. Era Wöyza. No entró en el escenario, se apoderó de él. Carismática, potente, rebelde, contestataria. Su identitario chorro de voz tan arraigado como sus reivindicaciones y tan profundo como sus raíces interpretó desde sus temas legendarios a una versión de una cantiga de Martín Códax en ritmos de hip hop. Una fusión tan improbable como eficaz.
Wöyza cantó y contó: paseó por su viejo apartamento, caminó por su antigua calle, pasó de puntillas por los recuerdos con la que Vigo la cubre y le da forma, también hubo espacio para la memoria de su amigo Sly, el artista por el que todavía lloran los arrabales de Vigo. Fue entonces cuando pellizcó al público en esa extraña materia donde se tejen las emociones.
Hijos de la ruina ponen de pie a Castrelos
Natos y Waor y Recycled J son parte de los hijos de la ruina, un inmenso grupo que identifica a varias generaciones, a varias tierras o a un país. Hicieron del escenario un campo de batalla. Hicieron del baile un aquelarre de decenas de miles de personas que aullaban con los brazos en alto, que gritaban desde un pecho embravecido.
Protagonizaron un espectáculo bidireccional, el trío convirtió al público en el cuarto componente del grupo señalándolo, invitándolo a participar. El público convirtió platea y grada en un espectáculo paralelo que comenzó a ritmo moderado y fue in crescendo hasta llegar a un clímax que se mantuvo desde la mitad del espectáculo hasta la despedida. Las notas de “Fuego fuego” rompieron el dique en la cascada de ocurrió mientras sonaban “Piratas”, “Sudores fríos” y “Nosotros”. El público incandescente perdió el control al ritmo de “Es como la cocaína”, cuyo título se convirtió en una crónica por sí solo de los momentos finales de la actuación. De las dos, la de encima del escenario y la de abajo.