Atendiendo solo al marcador, podemos hacer un juicio apresurado y asegurar que la diferencia entre una derrota y la otra es prácticamente inexistente. Y es cierto, a pesar de que Charly Rexach defendía que los resultados adversos impares son psicológicamente más dañinos (incluso sostenía que prefería perder 4-0 que 3-0, una locura). Pero la diferencia entre el partido del Camp Nou y el del Bernabéu no debemos buscarla en los números, sino en las sensaciones: este sábado, por primera vez, el Celta de Berizzo no se mostró competitivo ante un equipo grande.
El Celta no es un equipo más, no se basa solo en buenas intenciones. Si por algo se ha caracterizado desde la llegada de Berizzo, es por ser un rival incómodo, pegajoso e incluso irreverente. Con todo mi respeto a Paco Jémez y a su corte de aduladores, el Celta no es como el Rayo Vallecano, un equipo que cuando se enfrenta a un grande sabe que se va a llevar a casa tantos goles como elogios condescendientes. La línea que separa la audacia de la negligencia no es tan fina como algunos nos quieren hacer creer. Sí, la apuesta del Celta es ofensiva y le gusta tener el balón, pero también es un equipo que sabe que en el fútbol lo más importante es competir. En el Bernabéu, sin embargo, se le olvidó.
Analicemos lo que ocurrió en Madrid. El Celta se plantó en el Bernabéu con la intención de sacar tajada de la crisis blanca. Sabía que el inicio de partido iba a ser clave, que si conseguía anular a Cristiano Ronaldo y compañía en esos primeros minutos el público se iba a empezar a poner nervioso. El plan estaba funcionando. El Celta tenía el encuentro controlado y se escuchaban los primeros murmullos. Pero Iago Aspas no acertó en la ocasión de la que dispuso y la sangre no llegó al río. En un clima de tensa tregua, se produjo una acción clave: la lesión de Tucu Hernández. Sin él, los celestes se quedaron huérfanos de centímetros y encajaron el primer gol a balón parado.
Sería insensato plantarse en el Bernabéu convencido de que el viento va a soplar a favor constantemente, de que no aparecerá ningún obstáculo que debe ser superado. Y este primer gol solo era un accidente, el plan podía seguir en marcha, estaba siendo el acertado a pesar del marcador adverso, no había motivos para el desánimo. Pero en esta ocasión, el Celta careció de personalidad, le falló la autoestima, y besó la lona tras el primer puñetazo certero de su rival.
Los problemas defensivos están siendo una constante durante toda la temporada. Los 51 goles encajados en estas 28 jornadas son una muestra inequívoca de que algo no marcha del todo bien. Sin embargo, hasta ahora no habíamos asistido a una debacle como la de este sábado. Al Celta se le puede achacar que no sabe cerrar los partidos o que asume demasiados riesgos cuando no son necesarios, pero lo que ocurrió en el Bernabéu fue distinto. Los errores individuales, propios de una defensa cogida con pinzas en lo numérico, dejaron paso a una ingenuidad y una desidia generalizada que no habíamos visto antes. Es complicado oponer resistencia a los chispazos de Cristiano Ronaldo, pero otro Celta sí sería capaz de encontrar vías para hacerle la vida más complicada al portugués y, sobre todo, para reconducir el encuentro a su terreno y evitar el vendaval blanco. Y es que el mayor error fue tirar la toalla antes de tiempo y olvidarse el libro de instrucciones que hasta ese momento parecía que los celestes tenían ya interiorizado. ¿Dónde quedó el espíritu del partido de la primera vuelta en el que el Celta soñó con la remontada tras quedarse con un jugador menos?
Este naufragio tampoco se parece al de Copa ante el Sevilla. En el Pizjuán, los célticos erraron en el cálculo, pecando de avariciosos. Este sábado, al menos en la segunda parte, sucedió lo contrario: faltó ambición.
Quizá lo más positivo de la actuación del Celta en el Bernabéu es que nos sorprenda. Equipos con un presupuesto como el céltico, e incluso superior, están acostumbrados a acudir a estos partidos derrotados de antemano, sabiendo que no van a ser capaces ni de ganar ni de puntuar ni de tan siquiera competir.
El Celta de Berizzo nos ha acostumbrado mal. Ha hecho de la excepción la norma y al revés: de lo que debería ser habitual, una catástrofe de proporciones bíblicas. Y esta extraña ‘catástrofe’ debe servir como aviso. Los puntos que no se ganaron en el Bernabéu son lo de menos, nadie en su sano juicio podía contar con ellos antes de que empezase a rodar el balón. Lo importante es recuperar la esencia porque quedan diez jornadas, en el horizonte ya se atisba un sabroso objetivo y para llegar a él, el Celta no puede traicionarse a sí mismo de nuevo.