Desde que Tebas se decidió a cazar leones con tirachinas, el fútbol se ha convertido en un espectáculo extraño y complejo. Tan complejo, que hasta se han editado libros de instrucciones. Antes, el aficionado iba al estadio, se sentaba en su asiento, veía perder a su equipo y volvía a su casa cabreado. Ahora no es tan sencillo, uno no sabe muy bien a qué atenerse. En el mejor de los casos, es tratado como un niño malcriado al que sus padres no le han dado una bofetada a tiempo; en el peor, como un criminal peligroso.
Hace año y pico unos desalmados le dieron una paliza a un aficionado del Deportivo con el que habían quedado para pegarse. No tuvieron suficiente con esto: lo arrojaron al Manzanares y lo dejaron morir. Como es lógico, la brutalidad de estos hechos provocó un gran revuelo en el fútbol español. Tras la comprensible indignación, llegaron los inevitables brindis al sol. Javier Tebas se adjudicó el papel de azote de ‘los malos’, pero ha acabado siendo simplemente el gran inquisidor.
Este último crimen del Frente Atlético se sumó a un sinfín de tropelias cometidas por este grupo (todavía se llora el asesinato de Aitor Zabaleta) y por otros de la misma ralea. No es necesario ser un sagaz investigador para identificar cuáles son las manzanas podridas del cesto. Durante años, sin embargo, estos peligrosos grupos han sido tolerados por muchos clubes, e incluso algunos los han tratado con total complicidad.
La firme intención de poner fin de una vez a esta política de inacción, por tanto, parecía una magnífica noticia. Se han hecho progresos en esta dirección (para algunos insuficientes), pero por el camino Tebas y su gente, no sé si de manera intencionada o no, también han confundido el crimen con la mala educación, la violencia desenfrenada con el hábito al insulto.
La Liga, más preocupada por la urbanidad que por ir al fondo de la cuestión, creó un cuerpo de informadores y los envió por los campos de España. Su objetivo era, y sigue siendo, no dejar escapar ni uno de los insultos o palabras malsonantes que se escuchan en las gradas. Me los imagino vestidos de incógnito: larga gabardina gris, sombrero de fieltro, gafas de sol y un periódico con el que camuflar una libreta en la que apuntar todos los «hijos de puta», «árbitro ladrón» o «puta … (ponga aquí el nombre de la ciudad o equipo que le apetezca)» que suenen durante el partido. Saben que están rodeados de ‘seres horribles’, deben tener cuidado, no fiarse de nadie y, lo más importante, no ser descubiertos porque su labor es fundamental. Pero esto no queda aquí, se invita a los aficionados a la delación, a que desenmascaren a amigos y familiares. La Stasi somos todos.
Es cierto que en los estadios españoles se insulta mucho. Nadie se libra de los improperios, ni los jugadores de casa (incluso en algunos campos estos son las principales victimas). Recuerdo con especial aprensión el día que asistí a un partido y me tocó estar sentado a unos metros de un señor que se dedicó a insultar al árbitro durante los 90 minutos (miento, ya lo estaba insultando durante el calentamiento). El equipo de casa, del que era hincha este caballero (yo no), ganó. En el transcurso del encuentro, a los suyos les señalaron dos penaltis a favor y el equipo rival acabó con un jugador menos. El colegiado se merecía salir a hombros, pero este señor lo despidió con un sonoro «mira que eres malo».
Intentar cambiar este hábito es loable, la buena educación nunca está de más. Lo que no lo es tanto es hacerlo de un modo inquisitorial, criminalizando al grueso de las aficiones y creando problemas donde no los había. La nueva y restrictiva política de la Liga en materia de ‘seguridad’ ha provocado ya situaciones kafkianas. Recordemos, por ejemplo, las localidades que puso a la venta al Celta ‘solo’ para afición local en el partido ante el Sporting, amenazando incluso con prohibir la entrada a aquellas personas que acudiesen a Balaídos con la camiseta del equipo gijonés.
Lo que más escuece es la arbitrariedad de las sanciones y reprimendas, que incluso llegan a ser totalmente injustas. Este jueves la Liga denunció ante Competición ‘cánticos ofensivos’ en Balaídos, que se produjeron durante el partido de la semana anterior ante el Sevilla. El escrito señala que se coreó «puta Sevilla» durante 10 segundos en un par de ocasiones. El informador acusa directamente a la peña Irmandiños, a la que parece haber cogido la matrícula. Un colectivo de aficionados, por otra parte, que jamás ha protagonizado ningún incidente violento.
En Vigo ha causado especial indignación que en el informe no aparezca reflejada la actitud de los Biris, los ultras del Sevilla, que estuvieron presentes en el partido. Abonados de Gol, grada en la que se ubicó a los hinchas radicales sevillistas, se han quejado amargamente de la actitud provocadora e incluso vejatoria de estos ultras y del escaso dispositivo de seguridad en torno a ellos. Además, tampoco se ha justificado por qué estaban en Balaídos. En este sentido, Clemente Garrido, periodista del Diario As, escribió una información en la que reflejaba las deficiencias en el desplazamiento de estos aficionados. El Sevilla, en un arranque de cobardía, ha amenazado con demandar al periodista. Las miserias del fútbol español.
Observo con pavor la deriva santurrona de una sociedad que parece más preocupada por lo superficial que por el meollo, que se ofende por las formas, manda azotar al blasfemo, encarcela al titiritero y pasa por alto actitudes realmente deplorables. Dice el manido proverbio chino que «cuando el sabio señala la luna, el necio se fija en el dedo». Pues bien, en España le estamos dando otra vuelta de tuerca a este dicho: nos hemos vuelto tan tontos que lo que nos empieza a preocupar es que el sabio tiene un poco de roña en la uña y necesita con urgencia una manicura.