El niño Aspas llegó con 9 años al Celta, el equipo de sus amores. Allí se formó, aunque tuvo breves etapas en otros clubes. De familia de futbolistas, trató de seguir desde muy pequeño los pasos de su hermano Jonathan, que en 1999, con solo 16 años, se convirtió en uno de los jugadores más jóvenes en debutar con el Celta. Iago ya destacaba por aquel entonces dando muestras de su calidad innata y también de su carácter.
Llegó al Celta B para formar parte de una de las mejores plantillas de las que gozó nunca el filial. Dani Abalo, Roberto Lago, Goran Maric, Mateo Míguez o Jonathan Vila eran sus compañeros y Rafa Saéz, primero, y Alejandro Menéndez, después, sus entrenadores. Precisamente el técnico asturiano fue crucial en la carrera de Iago, como él mismo reconoce. En su breve etapa como entrenador del primer equipo, le hizo debutar con ‘los mayores’. Fue el 8 de junio de 2008 en El Helmántico de Salamanca.
Ese debut pudo haber llegado un año y medio antes, en noviembre de 2006. Fernando Vázquez, debido a la plaga de lesiones que atravesaba el equipo, iba a incluirlo en la convocatoria para un derbi en Riazor. Pero un día antes, jugando con el filial, vio una de esas rojas infantiles que él suele recibir de vez en cuando. En el mismo momento en el que el árbitro levantó el brazo para enseñarle la tarjeta, se percató de lo que suponía. No podría viajar a Coruña junto a su hermano. Se marchó llorando del césped de Barreiro.
Tras su estreno con el primer equipo, le costó volver a hacerse un hueco. Ni Pepe Murcia ni Eusebio Sacritán confiaron en él en la temporada 2008/09. Hasta que llegó el 6 de junio. El Celta se jugaba la vida, literalmente. El club estaba sumido en una profunda crisis económica y en lo deportivo, se encontraba a un paso de caer al abismo de Segunda B, lo que podía suponer su desaparición. Ese 6 de junio el Celta recibía al Alavés. Era una final ante un rival directo.
En el minuto 59 y con el partido 0-0, Eusebio se acordó de que tenía en el banquillo a un chaval de 22 años que no se acobardaba ante nada ni nadie y en un gesto audaz decidió que entrase en el campo en lugar de Óscar Díaz. Era su primer partido en Balaídos, pero ni el ambiente ni la responsabilidad lograron atemorizar a Iago. Marcó su primer gol como celeste en el 80 de ese partido. Juanjo empató ocho minutos después. Pero esa era la tarde de Aspas, nadie se la iba a aguar, y en el 89 hizo el tanto de la victoria. Los aficionados no salían de su asombro, un jugador que no había disputado ni un solo minuto esa temporada acababa de salvar al Celta de su desaparición. Inaudito. Iago, eufórico, dio la vuelta de honor sobre los hombros de su fiel escudero Dani Abalo. Al día siguiente, Jonathan Aspas definió a la perfección a Iago: «Mi hermano es un sinvergüenza».
Había nacido una leyenda, un punto de apoyo para un nuevo Celta basado en la cantera. Pero Aspas no cumplió con las expectativas la temporada siguiente. El conjunto celeste, de nuevo entrenado por Eusebio, navegó entre la insulsez y la intrascendencia, salvo en la Copa del Rey, en la que llegó a poner en apuros al Atlético en un antológico partido en el Vicente Calderón en el que Aspas fue uno de los protagonistas.
En la 2010/11 llegó Paco Herrera y Iago creció. El técnico extremeño redefinió al moañés. Le dejó claro que si quería triunfar en el mundo del fútbol tenía que fijarse en la portería, tener el gol entre ceja y ceja. A Herrera le costó obrar el milagro y en su primera temporada Aspas fue un jugador secundario, que solo cobró protagonismo en el amargo ‘play-off’ ante el Granada, en el que se convirtió en el enemigo número uno de la afición del club andaluz tras un encontronazo con el meta Roberto en el partido de ida.
La transformación de Aspas se estaba cocinando a fuego lento y en la 2011/12 se empezaron a recoger los frutos. Herrera adelantó su posición sobre el terreno de juego y lo convirtió en un delantero letal. Los 23 goles que hizo llevaron al Celta en volandas hacia el ascenso. Este se certificó en otra mágica tarde de junio, concretamente la del 3 de junio de 2012 con una ‘pachanga’ ante el Córdoba.
Le había costado sangre, sudor y lágrimas, pero Iago Aspas al fin había llegado a Primera. Y lo hacía convertido en candidato a estrella, a jugador revelación. Y no defraudó en la primera vuelta, en la que marcó 8 goles. Pero en enero comenzaron a surgir rumores sobre su futuro. Su teléfono no dejaba de sonar. Todo el mundo quería a Iago. Se decía que tenía un precontrato con el Valencia, que algunos clubes ingleses estaban dispuestos a dejar varios millones de libras esterlinas sobre la mesa del despacho de Carlos Mouriño para hacerse con su estrella. Y toda esta atmósfera cargada se empezó a notar sobre el césped. Su rendimiento bajó y, con él, el de todo el equipo. La crisis vivió su apogeo en Riazor. Para entonces, Aspas, por su espontaneidad y bisoñez delante de los micrófonos y por ser el símbolo del celtismo, llegaba a este derbi poco menos que convertido en el mismísimo anticristo para la afición del Deportivo. Muchos esperaban que se creciese en este clima hostil, pero Iago no es de piedra. Respondió con un cabezazo a destiempo a una provocación de Marchena. Vio la roja, dejó a su equipo tocado y le cayeron cuatro partidos de sanción.
Pero ni Iago ni el Celta estaban muertos. Regresó para agarrarse a un clavo ardiendo junto a sus compañeros. Nació la cofradía del 4%, que protagonizó uno de los finales de temporada más épicos que se recuerdan en el fútbol español. Y otra vez Aspas y el celtismo volvieron a sonreír un día de junio, porque el 1 de ese mes de 2013 se consumó el milagro. Fue ante el Espanyol. Iago Aspas le hizo un traje a Colotto, puso un centro en el área y apareció Natxo Insa para hacer el gol de la salvación.
Este fue el último partido de Aspas con el Celta. Poco después hizo las maletas e inició su aventura inglesa. Se iba de su casa, del único lugar en el que probablemente le comprendan, para marcharse al frío de Liverpool. Tras él, dejó las arcas celestes llenas. En el horizonte, un futuro incierto aunque ilusionante. Pero eso, la ilusión, duró poco. No se adaptó y tras comenzar como titular, perdió protagonismo hasta casi desaparecer. El verano pasado volvió a España. Pero el calor de Sevilla no es tan acogedor como el de las Rías Baixas. Emery no quiso entenderlo. Él se reveló. A base de goles intentó convencer a su técnico de que sí, de que es un jugador válido para uno de los cinco primeros clubes del fútbol español. Pero no, Emery no quiso escuchar.
Y un 12 de junio, ese mes mágico, las aguas han regresado a su cauce. El mago de Moaña ha vuelto a casa. 741 días son solo un suspiro.