Este estado de ánimo romántico me invade, por ejemplo, un ratito cada día cuando leo la última ocurrencia de Javier Tebas o cuando sufro el desgraciado accidente de toparme en televisión con alguno de esos programas en los que unos señores pontifican o se enzarzan a propósito de la última y nada original polémica futbolística de la semana. Pero es cada seis meses, cuando se abre el mercado de fichajes, cuando el Sehnsucht ataca con más virulencia.
Y digo Sehnsucht y no simple nostalgia porque aunque a veces me sume con gusto a los que corean aquello de «odio eterno al fútbol moderno», cuando a mí me lo presentaron, el fútbol ya era moderno. No lo he conocido en otro estado.
Mi conciencia futbolística comienza en los noventa. En esos años ya todo se había salido de madre. Los millones corrían alegremente y el santuario se había trasladado del vestuario a los despachos. El fútbol español era una juerga permanente, un zoco en hora punta, un circo de tres pistas.
Nada de bucólico tiene el recuerdo de ese fútbol de mi niñez y adolescencia, a pesar de que los traspasos se pagasen en pesetas. ¿Quizá la esencia esté más atrás? Buscar la pureza en lo que no se ha vivido es tentador. En ‘Midnight in Paris’, película de un nostálgico empedernido como Woody Allen, Owen Wilson anhelaba un pretérito perfecto que para Marion Cotillard era un presente irregular. Esta, a su vez, suspiraba por un pasado anterior. Un lío poco provechoso. Todo parece mejor que los grises y desalmados tiempos que nos toca vivir.
Pero aun a riesgo de que el Sehnsucht me ciegue y acabe encallando en las rocas guiado por su seductora melodía, me atrevo a afirmar que el verdadero romanticismo del fútbol ha dejado paso a otro impostado. Lo que solo era un juego se ha convertido en un despiadado negocio en el que los de arriba apelan al corazón de los de abajo mientras cuentan billetes y esbozan una sonrisa cínica.
Y esta fiesta del papel moneda alcanza su punto álgido durante el mercado de fichajes, ese foco de histeria que nos castiga los riñones sin piedad cuando llegan los calores del verano y también en lo más crudo del invierno. Desde aquí proclamo sin ambages mi odio eterno al mercado moderno. Y por varios motivos.
En primer lugar, porque es una máquina de romper sueños, sobre todo el mercado de enero, el que estamos padeciendo estos días. Los señores que manejan el cotarro, en su ansia por poner al fútbol a la vanguardia del capitalismo más salvaje, han acabado con las reglas. El grande puede desvalijar al mediano. Si asomas la cabeza en otoño, en invierno te la cortan. El líder de Primera le arrebata al sorprendente quinto a su capitán. Y ojo, porque el segundo también amenaza con venir a llevarse a su jugador estrella. Qué tiempos aquellos en los que cualquier futbolista que hubiese jugado más de cinco partidos era intocable.
Por otra parte, el mercado ofrece extraordinarias oportunidades para jugar sucio. Filtraciones interesadas, medias verdades, mentiras descaradas, intereses cruzados… Se impone la ley de la jungla y campan a sus anchas comisionistas, agentes poco escrupulosos, presidentes megalómanos y, claro, periodistas dispuestos a ser utilizados como crupiers en esta partida de póquer con las cartas marcadas. Se manda a la cama sin cenar a la casi siempre maltratada verdad. El pobre espectáculo ofrecido esta semana desde Barcelona ha sido el último capítulo de esta historia. Hoy mismo siguen insistiendo en que Nolito está atado, a pesar de que no se ve por ningún lado la cuerda.
Pero lo que más me aterroriza del mercado es la histeria que provoca. «El mercado de fichajes es perjudicial para la salud». Este mensaje debería acompañar a todas las informaciones referidas a posibles traspasos y rumores varios. Desde que las redes sociales se cruzaron en nuestro camino, esta histeria se ha multiplicado. Twitter va tan rápido que no sería extraño que un día de estos adelantase a la vida misma. Desde la herramienta del pájaro azul nos dicen que nuestro equipo está a punto de fichar a un jugador y al minuto siguiente nos informan de que las negociaciones se han roto fatalmente y no hay pegamento que las pueda reparar.
Los periodistas, como paranoicos que somos, nos hemos lanzado con alegría suicida a este pozo sin fondo. Quizá algún día todos aprendamos a utilizar Twitter. O tal vez no, porque cada vez le damos más importancia a lo que dicen que sucede que a los propios acontecimientos.
Para acabar, permítanme una digresión -otra más, porque a medida que escribo me asalta con más fuerza la sensación de que este artículo es en sí mismo una inmensa digresión- y dejen que les cuente una anécdota que nada tiene que ver ni con el fútbol ni con los fichajes. Hace unos meses, un fuerte olor de origen desconocido invadió Barcelona. Al instante, un periódico catalán informaba del asunto. Lo hacía diciendo que personas anónimas de toda la ciudad se quejaban en las redes del hedor. El periodista podía haber bajado a la calle a aspirar el aire o, simplemente, haber asomado la cabeza por la ventana para comprobar que algo olía a podrido en Barcelona. Pero no. Nuestros sentidos no tienen mayor importancia si han de competir con el trending topic del día. Acabaremos muriendo de Sehnsucht, de nostalgia o, quizá, de pura modernidad.