Nadie duda de las consecuencias beneficiosas del deporte. Quienes hemos vivido nuestra juventud a mediados del siglo XX, allá por los años sesenta, aún recordamos las contadas y precarias instalaciones deportivas. Lo más popular era el fútbol, que se jugaba en cualquier parte marcando las porterías con unas piedras o unos palos. Y también se practicaba el atletismo, pero de un modo bastante precario porque tampoco existían instalaciones —-las pistas de As Travesas fueron de las primeras—-.
Los de cartera más abultada jugaban al tenis y al hockey sobre hierba y sobre patines en clubes privados —-Club de Campo—-. En la ciudad de Vigo, algunos privilegiados practicaban vela en las incipientes instalaciones del Real Club Náutico, casi exclusivo para las relaciones sociales, con un edificio totalmente independiente para las prácticas deportivas centradas en el remo y en la natación entre dos bateas con corchadas marcando las calles, con un entrenador histórico al que es preciso reconocerle el mérito en tiempos difíciles: Ozores.
El waterpolo comenzó más tarde. La vela, ya digo, era una práctica minoritaria, y el baloncesto y el golf eran inexistentes. El balonmano también era un deporte desconocido, a cuya difusión hay que agradecer la innegable labor de Jorge Valcárcel Pérez, que antes había sido un destacado remero del Club Náutico. Entre los deportes populares también hay que destacar el ciclismo, con los triunfos de los hermanos Delio, de Ponteareas, que constituían un referente, pero no todo el mundo podía acceder a una bicicleta.
Hoy, en cambio, existen instalaciones deportivas de todo tipo en todos los barrios, en todos los colegios, en casi cualquier rincón. La edad, la condición social y económica, e incluso muchos tipos de discapacidades, ya no constituyen impedimento para disfrutar de su práctica. Hoy ya no hay disculpa: el deporte está al alcance de todos.