Todavía recuerdo cuando en la década de los años cincuenta del pasado siglo XX, cuando aún éramos unos niños y la vida estaba por sorprendernos con sus vaivenes. Íbamos a la playa en tranvía y el olor a mar ya se percibía cuando el tranvía giraba en la curva de Molinos. El último tramo de la vía describía una enorme circunferencia y el tranvía se detenía en “El Balneario”, que era como también se conocía al “Pabellón Orense”, que era la última parada o la primera, según fuera el caso. Entonces nos dirigíamos a diferentes rincones de la playa donde batían unas olas que nos parecían enormes. Disfrutábamos con el mar y con la arena. Y con aquellos flotadores de goma con forma de pato o con la cámara de alguna rueda de camión. Precisamente, yo tuve uno con forma de pato que me habían comprado en “Madame X”; todavía recuerdo su olor característico y su textura. Las familias acostumbraban a comer bajo los pinares y las sobremesas transcurrían tranquilas. Nosotros, con la prohibición de no bañarnos hasta que transcurrieran tres horas desde la comida, nos revolcábamos en aquellas dunas. Nos tirábamos deslizándonos sobre alguna tabla de madera, o simplemente escarbábamos en la arena con la pretensión de encontrar algún tesoro que en realidad sólo existía en nuestra imaginación. Hasta que llegaba la hora del regreso y volvíamos a la parada del tranvía, al Balneario, donde nos volvíamos a encontrar todos los pasajeros que habíamos hecho el viaje de ida, porque en aquella época la playa nos parecía inmensa y todos teníamos nuestro rincón habitual, nuestro espacio. El tiempo ha pasado para nosotros y para la playa de Samil, donde ya no existe el Balneario y donde las dunas han desaparecido. Pero la noticia, la buena noticia, es que las están recuperando y que ya se pueden apreciar en las proximidades de la desembocadura del río Lagares, y Samil vuelve a tener esa imagen de playa salvaje, enorme, preciosa, con las islas Cíes al fondo, como si estuvieran flotando sobre el mar, como en los recuerdos de nuestra niñez.