Se cumplen hoy 84 años de la transmisión radiofónica de La guerra de los mundos por parte de Orson Welles, que demostró la capacidad de los medios de comunicación para causar terror entre la población general y también demostró que Welles era un genio.
Una de las notas curiosas de esta historia es el hecho de que tanto Orson Welles —con su compañía de teatro, Mercury Theatre— como el dramaturgo y guionista de radio Howard Koch y la propia Columbia Broadcasting System —la cadena de radio que luego daría lugar a la multinacional CBS— ya habían llevado a cabo juntos otras dramatizaciones radiofónicas de clásicos como Drácula, pero en la noche del 30 de octubre de 1938 la cosa se les fue de las manos. Su idea era simplemente adaptar la novela La guerra de los mundos, de H. G. Wells, cambiando la localización británica por estadounidense y escenificándola como si se tratara del boletín de un reportero enviado al lugar de los hechos. Sin embargo, lo que hizo única esta narración fue que la mayoría de la gente que la escuchó creyó que se trataba de un noticiario auténtico y eso hizo que cundiera el pánico por todo el país. Las escenas fueron especialmente dramáticas en las regiones de Nueva York y Nueva Jersey, donde se suponía que habían aterrizado los invasores alienígenas. Allí hubo muestras de pavor, llamadas enloquecidas a la Policía y servicios de emergencia, e incluso intentos de escapar a la temida matanza.
En un clima de derrotismo secundario a la Depresión y de miedo prebélico, y con la radio como principal medio de información de la época, la población no dudó ni un instante en la veracidad del ataque marciano. El programa era una adaptación verdaderamente lograda, con una primera parte narrada por Carl Phillips, un supuesto reportero in situ que informaba a la redacción de la llegada de una serie de vehículos de guerra provenientes de otro planeta, cuyas armas, más avanzadas que las terrestres, estaban arrasando las defensas organizadas por el Ejército de los Estados Unidos. Phillips interrumpía de continuo la programación habitual de la emisora —un espacio de canciones melódicas interpretadas por una orquesta desde un céntrico hotel de Nueva York— y enviaba crónicas cada vez más terribles. La narración se volvía truculenta, con la descripción de miles de personas fallecidas por el impacto de las naves espaciales y los rayos de calor y los gases tóxicos de los crueles extraterrestres. En la segunda parte de la transmisión, el propio Phillips moría en la azotea de la emisora de radio y el resto de la historia era contada en tercera persona por Welles.
Nadie podía resistir la furia de los alienígenas, lo que condujo a los radioyentes a tratar de abandonar las ciudades y ponerse a salvo. Las carreteras se colapsaron, la gente enloqueció y las centrales de noticias no fueron capaces de atender a las miles de llamadas que recibían. Todo el mundo quería saber si aquello era real y cómo podían evitarlo.
Y justo eso era lo que H. G. Wells había tratado de reflejar en su novela, publicada en 1898: la monstruosidad que supone una conquista armada y el caos que se extiende entre las víctimas. Crueldad frente a impotencia. Conceptos ambos demasiado presentes en aquella época de colonialismo y que Orson Welles adaptó a su propio tiempo. América aún sufría los rigores de los años treinta y se enfrentaba a la incertidumbre de lo que estaba ocurriendo en Europa, siempre pendiente del estallido de un conflicto bélico con la arrogante Alemania nazi. Así que los americanos de a pie encendían cada noche la radio con la angustia de no saber lo que podría pasar: qué nueva tragedia iba a desatarse sobre sus cabezas, como la furia irresistible de un dios del cielo. Y así exactamente es como llegaron los marcianos.
H. G. Wells había sido un pionero. La guerra de los mundos mostró por primera vez una invasión de la Tierra, un tema que sería después muy habitual durante los años 50 y 60 por la paranoia derivada de las primeras bombas atómicas. Orson Welles tomó esa idea y la modernizó, la despojó de toda herencia victoriana y la convirtió en una narración moderna, atemporal. El miedo a la destrucción en masa es algo común a todas las sociedades industrializadas y en esos momentos afloran nuestros instintos más primarios: las carreras, la angustia, el egoísmo, la despersonalización… Sin embargo, esa misma sociedad es capaz de actos espontáneos de gran heroísmo, del mismo modo que los personajes de La guerra de los mundos se organizaban entre ellos para combatir a los marcianos sin esperar a que ningún gobierno arreglase sus problemas.
Hoy recordamos la noche del terror, de las huidas descontroladas y de la reacción espontánea, de la solidaridad, del esfuerzo colectivo y de la lucha por defender aquello que es justo. De todo lo bueno y lo malo que hay en el corazón humano y que solo brota en los momentos de auténtica crisis. H. G. Wells nos legó una metáfora acerca del miedo y la brutalidad, y Orson Welles la volvió eterna.
Porque, en el fondo, seguimos siendo los mismos, para bien y para mal.