Estos días las redes sociales están llenas de asuntos relacionados con la serie de La 1. Vídeos, memes, anuncios, ilustraciones o relatos de fans… La fiebre ministérica ha vuelto con más fuerza que nunca, a raíz del estreno de la cuarta temporada. Los agentes del Ministerio del Tiempo regresan con sus misiones, sus paradojas temporales y su tendencia a mezclar la intimidad con el trabajo. Se trata, sin duda, de una de las series con más impacto de la historia de Televisión Española, pero ¿realmente es para tanto? ¿Por qué ha generado tanto entusiasmo?
Creada por los hermanos Pablo y Javier Olivares, «El Ministerio del Tiempo» se estrenó en febrero de 2015, con un planteamiento muy original: sin que lo sepamos, existe un departamento del Gobierno de España que controla el acceso a las llamadas Puertas del Tiempo, unos atajos entre épocas que se encuentran cartografiados desde la época de los Reyes Católicos. De esta manera, cualquiera con el conocimiento adecuado puede saltar de un año a otro y cambiar el pasado como le venga en gana. Ese descubrimiento generó en Isabel y Fernando la convicción de que tenían que proteger la historia, mediante un cuerpo de agentes encargados de asegurarse de que todo ocurriera como estaba registrado en los libros. «El tiempo es el que es», se repite una y otra vez en el Ministerio, como signo de respeto y defensa de los hechos pasados. Por otra parte, el transcurso de los siglos ha generado nuevas versiones del Ministerio, en forma de una punta de flecha que va avanzando: no se puede viajar al futuro porque aún no existe, el tope está en el presente —lo que sea que signifique eso en cada momento—. En la primera temporada, la reina Isabel del año 1491 se topó con la patrulla del «presente» —que en ese momento era 2015—, pero desde entonces ha habido más agentes, más misiones y muchos más viajes por el tiempo. Cada época sabe hasta dónde ha llegado la historia y cuál es el presente —en algunos casos, por las cenas de Navidad, donde se encuentran todos—.
Así, la premisa toma elementos clásicos de la ciencia–ficción y los moderniza, los transforma y los vuelve españoles. Si esto lo hubiera pensado algún guionista de Hollywood, sin duda en su versión el Pentágono habría tomado el mando de las operaciones y habría enviado a un grupo de marines cargados de armas —recordemos «Stargate», por ejemplo—. En cambio, el Ministerio del Tiempo está llevado por funcionarios del Estado, que reivindican su tiempo del cigarrillo, sus trienios y sus días de libre disposición. El responsable es el subsecretario Salvador Martí, con la ayuda inestimable de su secretaria y mano derecha, Angustias. Por esos pasillos se mezclan Ambrosio Spínola, Diego Velázquez, Gregorio Marañón, el Cid, Torquemada o Jordi Hurtado. Legionarios romanos conversan con hinchas del Atleti, anarquistas y soldados de los Tercios de Flandes toman café juntos. El humor es la clave que une tantas locuras, pero también la dolorosa humanidad de sus personajes. Todos los que transitan por el Ministerio son seres trágicos con una historia poco agradable. Abandono, desprecio, violencia. Cada cual intenta esconder sus demonios y hacer un buen trabajo, pero siempre terminan por mezclar al Ministerio en sus asuntos personales, y raro es el que no ha cambiado la historia en algún momento para beneficio propio —o por lo menos se lo plantea—.
No es raro, por tanto, que el espectador se sienta identificado con esa amargura que sienten los protagonistas, enfrentados a circunstancias más allá de sus posibilidades, de las que consiguen salir bien parados, o por lo menos vivos. Capítulo tras capítulo, vemos las secuelas que les van quedando, que llevan a que unos se vuelvan locos, otros se rebelen contra el Ministerio y algunos simplemente busquen sacar partido de la situación e ignorar el resto. Se nota el trabajo de fondo de unos guionistas curtidos, que juegan con el humor en primer plano para dulcificar la imagen del drama, que queda patente, pero sin regodeos.
El tiempo es el que es y hay que defenderlo, con sus gestas heroicas y sus barbaridades, que en esta serie nadie esconde. Los hechos aparecen mostrados con la crudeza de quien conoce bien la historia: reyes locos, mujeres silenciadas, bombardeos indiscriminados sobre población civil o héroes tratados injustamente. El Ministerio defiende que todo permanezca como sabemos que estaba, porque cualquier cambio en la historia puede generar un caos imposible de evitar. La enseñanza es clara: debemos conocer nuestro pasado y aceptarlo tal cual, sin juzgarlo desde nuestra conciencia del presente y, sobre todo, sin querer cambiarlo a nuestro antojo.
Además de estas cuestiones, «El Ministerio del Tiempo» ha realizado, en estos años, una formidable labor transmedia, nunca vista en televisión: formación exclusiva en Internet para nuevos agentes, supuestos archivos del Ministerio, el blog de Angustias, una experiencia de realidad virtual, un grupo de WhatsApp para becarios o un podcast que homenajea a las antiguas radionovelas. La reacción del público fue entusiasta: con unos índices de audiencia que siempre han sido modestos —y un llamamiento a gritos por un cambio en la manera de medirlos—, las redes sociales se llenaron de ilustraciones, relatos, memes y homenajes de toda clase. La serie reunió a un público fiel, capaz de movilizarse ante las permanentes amenazas de cancelación y de presionar a Televisión Española para que acepte una temporada tras otra.
Este mes de mayo ha vuelto «El Ministerio del Tiempo», en su cuarta temporada, después de tres años de ausencia, y lo ha hecho con una frase muy significativa, que les suelta el subsecretario a los agentes: «Como decíamos ayer…».
Ese es, al final, el secreto de la serie: tratar al espectador como alguien inteligente, capaz de entender argumentos complejos, referencias poco habituales y sobre todo un amor infinito por nuestra historia, con todo lo que eso conlleva.