Cuando éramos chavales, hace ya muchos años e incluso varias décadas, la Rúa Venezuela, de Vigo, todavía estaba iniciando su desarrollo urbanístico y podía verse desde la parte trasera de las casas de la Rúa Ecuador. Había muchos espacios vacíos y pendientes de construir. Donde ahora está El Corte Inglés existía una gran finca con una casa y, un poco más allá, el cine Ronsel, donde ahora está el Colegio Médico.
Un poco más arriba de la Rúa Venezuela, en lo que ahora es la Praza Francisco Fernández del Riego, popularmente conocida como Praza Elíptica, había un descampado donde montaban las carpas de los circos e ir hasta allí era como ir al fin del mundo y algunas personas subían en taxi. De todo eso han pasado, como digo, muchos años, quizá mucho más de cincuenta. Pero en aquella época ya existía la cafetería Crisol, muy cerca de la casa de nuestro amigo Miguel y a donde nosotros íbamos con frecuencia con una pandilla de amigas. Íbamos al Crisol con tanta frecuencia que una de las chicas propuso un lema: “Haga frío o haga sol, siempre Crisol”. Y recuerdo que cuando se enteró el dueño, porque se lo fue a chivar cariñosamente uno de los camareros, nos pusieron un plato de patatas fritas, de esas que los de Vigo llamamos ‘patatillas’.
Luego fueron pasando los años y la cafetería Crisol llegó a convertirse en una de las clásicas de la ciudad, una de las pocas que todavía resisten, un establecimiento que ha conseguido sobrevivir a todas las dificultades. Sin embargo, entre las nuevas medidas contra el Covid19 se ha contemplado el cierre de toda la hostelería como un mecanismo para revertir las cifras de los contagios. Esa decisión, sin duda, conllevará el cierre de numerosos bares, cafeterías y restaurantes, que no podrán superarlo ni siquiera con esas ayudas que anuncian a bombo y platillo y que llegan cuando el muerto ya está bajo tierra. Esto suena a un entierro de inocentes.
Estoy convencido de que si alguien tiene la culpa son los propios clientes, puesto que muchas personas no respetaban las mínimas normas de seguridad y no guardaban las distancias ni ponían las mascarillas. Incluso cuando se prohibió el tabaco en las terrazas fueron los propios clientes y algún que otro hostelero —-todo hay que decirlo—- quienes boicotearon la medida y la hicieron fracasar, sabiéndose que es un poderoso medio de propagación del virus. Pero los culpables no fueron todos, sólo una parte.
¿Qué culpa tienen quienes viven de la hostelería, quienes se arriesgan con un tipo de negocio muy sacrificado que les absorbe el tiempo, que los obliga a unos horarios de comidas y de descansos diferentes del resto de la población para que esta pueda divertirse, que se arriesgan con créditos elevados e interminables —-ICO y otros—- que no perdonan las cuotas ni los intereses, y que, por mucho que se pregone, no reciben ayudas reales? Con el cierre masivo de la hostelería las cifras de contagios bajarán, por supuesto, pero esos parámetros también hubieran disminuido sin haber ordenado el cierre, simplemente vigilando y obligando a la ciudadanía a cumplir las normas de prevención.
Cerrar la hostelería ha sido lo más fácil de hacer, igual que lo del perro y la rabia. Además, con el cierre han convertido a la hostelería en otra víctima mortal, y no precisamente del Covid19, sino de la propia gestión de la pandemia.