He comenzado a viajar sola por el mundo hace dos años. Siempre me preguntan por qué viajo sola, que si tengo miedo, que si no me aburro. La verdad es que, cuando comencé a hacer los viajes que quería, solo pensaba en conocer mundo. Por suerte, tengo mucho diálogo interior y mantengo conversaciones bastante interesantes conmigo misma. Conozco lugares en mi propia compañía y los exploro desde mi óptica; hago planes en sitios donde las mujeres tienen pocos derechos y donde los peligros nos acechan. Por suerte para los que me habéis preguntado, encuentro a muchas mujeres viajando sin compañía o a grupos de mujeres a las que unirme, por lo que ese miedo a estar sola o a no estar protegida, no es del todo cierto.
Me encanta conducir, así que hago muchos kilómetros por carretera. Esto también hace que tenga demasiado tiempo para pensar.
No fue hasta la popularización de la bicicleta a finales de siglo XIX cuando la mujer pudo recorrer grandes distancias y conocer lugares más allá de las esquinas de su cocina.
Si no fuera porque un día una mujer se puso a pedalear en falda en una bicicleta, no conocería el mundo que la rodeaba ni todos los saberes que no estaban a su alcance. La bicicleta fue un invento de bajo coste que estaba al alcance de las señoras y que requería de menos capacidad física que un caballo o una carreta. La libertad de movimiento hizo que la mujer comenzara a soñar con poseer el mundo que habitaba. A ser libre encima de una bicicleta y a atreverse a pedalear por sus sueños. Nunca antes en la historia de la humanidad, la mujer conoció tanta capacidad de movimiento a tanta velocidad sin depender de nadie. Un artilugio tan pequeño como una bicicleta contribuyó al empoderamiento femenino y a la expansión del feminismo de una forma inigualable.
Conduciendo en un viaje por autovía a la altura de Tordesillas, me acordé de que casualmente el primer viaje en coche documentado, lo hizo una mujer: la mujer del inventor del coche, Karl Benz.
La historia en mi cabeza suena así: Un día, la buena de la señora Benz, quiso visitar a su madre en otra ciudad alemana a 100 kilómetros de la suya. Por aquel entonces, su marido trabajaba en su garaje en el prototipo del primer coche que vería la humanidad.
- Carlos, quiero ir a ver a mi madre y quiero que vengan los niños. Podemos ir con el invento ese que tienes en el garaje.
- No está listo, son muchos kilómetros. Nos puede pasar cualquier cosas. Además, ir con los niños, todos juntos en el automóvil…
- Pues el otro día bien que dabas vueltas alrededor de casa con él. Podíamos ir a visitar a mi madre.
- No sé, es demasiada distancia. Aún tengo que perfeccionarlo. Llevar los recambios con nosotros y demás artilugios. No confío en que esté listo…
- Pues yo quiero ir a ver a mi madre y punto.
A la mañana siguiente, bien temprano, sin que la viera su marido, la decidida señora (recordemos que esta escena sucede en la Alemania del s.XIX) coge a dos de sus hijos (entiendo que los que menos espacio ocupaban) agarra el prototipo de automóvil que tenía en su garaje (que habría visto muchas veces como él lo manejaba) y se dirige por los caminos de coches de caballos a visitar a su madre.
Me gustaría ver la cara de los vecinos de los pueblos alemanes por los que pasó una señora con niños al volante de un coche sin caballos (equinos, no de motor). Le llevó varios días. Tuvo varios percances, entre ellos una rueda que estropeó, que como no existían los talleres de coches modernos, se las ingenió para que un tonelero se la arreglara.
Cuando llegó a casa de su madre, mandó un telegrama: “Hemos llegado. Los niños están bien”. Gracias a este telegrama, el viaje está documentado y realizado por una mujer.
Nunca sabremos si Karl Benz no creía en sí mismo o no aguantaba a su suegra.
Decía Virginia Woolf que toda mujer que quisiera escribir necesitaba de dinero y una habitación propia. Pues a lo mejor para conquistar el mundo, una mujer solo necesita un vehículo propio y ganas de seguir pedaleando por sus sueños.