En una democracia asentada, en un Estado de Derecho, ley y democracia han de ir siempre de la mano, inspirándose siempre aquella en esta última, pues la democracia es un concepto propio e inherente al sistema, mientras que la ley, que puede ser cambiante, no es más que la expresión, en un momento determinado, de una decisión de un Parlamento que puede actuar o no en base a unas mayorías más o menos interesadas en que el resultado de tal ley sea, a su vez, más o menos acorde a sus intereses, con independencia de actitudes mas favorables al interés ciudadano.
En democracia, la voluntad popular es la base del sistema, los gobernantes no son más que los encargados de materializar esa expresión de tal voluntad que, por otra parte, es absolutamente necesaria conocer en profundidad antes de tomar decisión alguna, de tal forma que si el gobernante considera equivocada (por disponer de mejor información) esa voluntad popular, ha de reconducirla por medio de argumentos sólidos que consigan hacer “entrar en razón” a ese pueblo (acordémonos de lo de la OTAN), cuya primera decisión pudiera estar equivocada por falta de suficientes argumentos, pero si no es así y tal voluntad prevalece, el gobernante debería acatar la voluntad de ese pueblo.
Para conseguir plenamente ese mandato es absolutamente precisa la consulta popular a todos aquellos para quien la medida a adoptar vaya a ser determinante, de ahí la necesidad de los referendums a todos los niveles y desde todos los órganos políticos de representación del Estado, ya sea por parte del propio gobierno del país, como de las autonomías o de los mismos municipios, porque esa es la manifestación más evidente del sentir popular, en definitiva de la democracia.
El problema surge generalmente cuando la consulta es sobre una materia que no se acota en cuanto a intereses y determinaciones exclusivamente en un ámbito concreto, sino que influye de forma considerable en otros ámbitos ajenos al propio de quien pretende la consulta. El caso de Cataluña o el País Vasco y el resto de España.
Nuestra Constitución tiene ahora ya 37 años, habiendo nacido en unas circunstancias políticas, sociales y económicas, absolutamente distintas a las actuales, con unas necesidades y unos planteamientos nada parecidos a los que la convivencia pacifica exige hoy a todos, en una España en la que las teóricas competencias a transferir, lo han sido ya, y el Estado de las Autonomías con sus Parlamentos y todo tipo de instituciones está ya consolidado. Hoy, en un Estado de las Autonomías, no tiene el más mínimo sentido negarle a Administración alguna su capacidad de convocar la máxima manifestación del sentir democrático, la consulta popular. Otra cosa es el que esa consulta deba hacerse solo para una autonomía, o bien hacerla válida para todo el territorio nacional, para luego, tras haber informado a todos desde todos los planteamientos posibles, tomar los acuerdos que el resultado aconseje, pero nunca negar a un Parlamento su capacidad de convocar un referéndum para conocer la voluntad de sus administrados sobre un asunto concreto.
A Cataluña se le negó la posibilidad de ese referéndum en aplicación de lo que sobre el particular manifiesta la Constitución. Siempre he defendido que la mejor forma de acometer la cuestión, sin faltar a la legalidad, hubiera sido la convocatoria nacional de un referéndum sobre la posibilidad de admitir la escisión de alguna comunidad autónoma para constituirse en nación independiente, con una campaña previa de información pormenorizada, en la que cada partido, asociación empresarial sindicato, agrupación, entidad o lo que fuera, defensor de determinados planteamientos, pudiera informar a los votantes sobre las posibles consecuencias. En Cataluña, al igual que en el País Vasco, se hubieran podido llevar a cabo las lecturas que a cada uno le interesasen y hoy conoceríamos democráticamente el sentir de todos los españoles al respecto. No se planteó porque no disponemos de un presidente, ni de un partido, acostumbrados a dar explicaciones, argumentos o razones, ni que tengan interés alguno en convencer a nadie de sus decisiones (se sienten por encima del bien y del mal), evidenciando su incapacidad en dar la talla democrática que se espera de un país, como España, en pleno siglo XXI.
El resultado del referéndum, tanto en Cataluña como en el País Vasco, y no digamos en el resto de España, hubiera sido positivo a la unidad, por múltiples razones ya expuestas en otros artículos sobre el particular. Hoy la realidad es muy otra, por causas que evidencian aun mas ese divorcio entre ley y democracia. El gobierno catalán, al no poder llevar a cabo el referéndum que clarificara la postura de sus ciudadanos, ha tenido que ir a unas elecciones plebiscitarias, en donde los que pretenden la independencia han perdido en número de votos escrutados, y no digamos ya si consideramos la abstención (postura no independentista), en cuanto al porcentaje de ciudadanos censados en Cataluña, pero en aplicación de la absurda y poco democrática ley electoral que padecemos (interesaba, y sigue interesando, a los grandes partidos), los perdedores tienen hoy mayoría en el Parlamento catalán y, cuando antes demandaban democracia, hoy demandan la aplicación de al ley (electoral) para justificar su postura, aun no disponiendo de mayoría en votos pero sí de escaños, dándose la paradoja de que el propio Rajoy, que antes les negaba el referéndum en aplicación de la ley, hoy se echa las manos a la cabeza de que el Parlamento catalán tenga mayoría independentista en aplicación de una ley (poco democrática), que él nunca ha querido modificar por beneficiar a su partido, al tiempo que democráticamente los independentistas han sido minoría en las elecciones, siendo así que de haber admitido el referéndum, hoy no tendríamos el problema que, de no mediar su estupidez, interés e inmovilismo político, se podría haber evitado.
Avancemos hacia leyes estrictamente democráticas aunque no interesen a las mafias de los principales partidos, tengamos en la máxima consideración al ciudadano a quien hay que informar sobradamente de todo y en profundidad, no le tengamos miedo a la voluntad popular y no tendremos estos contrastes entre ley y democracia que tanto nos deslegitiman y que hacen que tantas veces lo legal y lo legitimo se separen con tanta insistencia en detrimento de la democracia.