Aquí mi colegio. Una foto de la primera excursión que hicimos (un viaje de ida y vuelta a la estación de Redondela). Nuestro primer carnaval disfrazados de lápices, otro carnaval y otro en el que aun no iba a ese colegio, tenía todavía 3 años, pero fui a ver a mi hermana Paz disfrazada. Tambien una foto de Maricarmen, la primera profesora que me dio clase allí… ella nos puso una tarde a dibujar mientras sonaba en un casete el «Para Elisa» de Beethoven. Hoy mi gata se llama Elisa.
Ese colegio de ladrillo rojo. Principio y fin, parnaso e infierno. Muchas mañanas después de desayunar lo miraba desde la cristalera del balcón pensando «qué me llamarán hoy», «qué me dirán hoy». Abriendo mucho los ojos para intentar no llorar, apretando el silencio entre mis dedos para que mi madre no se diera cuenta mientras me peinaba y me perfumaba con Nenuco. Su hijo, el pequeño, el de nueve años, se metía en cama cada noche consolándose con la idea de que quedaba un día menos; que algún día dejaría ese colegio atrás y nunca volvería.
Que ese niño que aprendió a reírse de todo para que nada le doliera, pasó su infancia queriendo jugar solo y acariciando la idea de quitarse la vida. Porque al salir al día siguiente volvía a ver la cara más fea de un mundo que le repetía sin reparos que no le quería y que lo odiaba. Ese niño tuvo terrores nocturnos hasta los 20 años. Pero siguió siempre sonriendo. Hoy he perdonado todo. Pero primero he perdonado a ese niño que durante tanto tiempo él tampoco se quiso.
Hace 26 años que salí de ese colegio para empezar el instituto. Nunca he vuelto. Se me sigue encogiendo el alma cada vez que paso por delante.