Para algunos tener una vida acomodada dentro de los cánones que se presuponen dentro de su entorno habitual supone su máxima aspiración, y cuando corre peligro esta burbuja de seguridad se estresan y magnifican lo que para otros es un trastornillo banal. Otros, viven en la cuerda floja, y cuando tienen un golpe de suerte su nivel de felicidad sobrepasa los límites de la media poblacional. Esta sesuda reflexión, me lleva al eterno dilema del vaso medio lleno o medio vacío. He visto gente con la vida completamente solucionada en lo que se refiere a seguridad laboral y material con unas tribulaciones tremendas, y otras personas cuya vida transcurre en una eterna incertidumbre y que sin embargo siempre son los más alegres de la fiesta. ¿Por qué nuestro nivel de satisfacción no depende en líneas generales de esa seguridad idílica que nos han vendido? Por supuesto estoy hablando de personas que tienen algo que llevarse a la boca todos los días y un techo dónde dormir, en caso contrario cualquier atisbo de tristeza estaría más que justificado. Sin embargo tengo una anécdota que he vivido en carne propia que ilustra perfectamente por qué unos u otros somos tan diferentes en cuanto al listón que nos marcamos dentro de nuestros niveles aceptables de satisfacción. El otro día, mi amigo Guille, propietario de una librería en mi ciudad de residencia, me llamó apurado porque se le habían pegado las sábanas y tenía que abrir su establecimiento a una hora determinada, porque ese día, un domingo, estaba programado un mercadillo solidario. Como sabe que yo soy madrugadora, me pidió que recogiese las llaves en su domicilio y fuese abriendo las puertas mientras él terminaba de acicalarse.
Llovía a mares, y al aterrizar en la puerta de la librería me encontré con un señor sentado en la puerta con una cajita de cartón delante de sus rodillas donde reposaba un café con leche, que me enteré más tarde, le había llevado la propietaria de la cafetería de enfrente. Al verme llegar y abrir la puerta me pidió disculpas por invadir ese espacio y cogió su cajita de cartón y su café con leche y se situó unos metros más allá donde no entorpecía la entrada aunque se encontraba a merced de la lluvia. Le invité a que siguiera sentado donde se encontraba pues a mí la verdad es que no me molestaba en absoluto, y el día era tan aciago que me pareció de sentido común. Como estaba la mar de aburrida y mi amigo Guille no acababa de llegar, decidí fumarme un pitillito (una mala costumbre a exterminar que forma parte de todos los propósitos de año nuevo desde hace años, pero que nunca consigo erradicar) e invité a este buen señor a que me acompañara. Aceptó mi Ducados sin rechistar (generalmente cuando digo que fumo negro otros fumadores lo rechazan) y comenzamos a hablar. Soldador durante los últimos veinte años, en la calle porque es uno de los damnificados de Navantia, la empresa asentada en Ferrol, recorre varios lugares de Galicia porque no puede dormir en el mismo albergue más de veinte días seguidos. Estaba muy contento porque al parecer cuando cumpla cincuenta y cinco años para lo que le quedaba un mes, tenía derecho a cobrar una paga de cuatrocientos euros, con eso y teniendo en cuenta que los alquileres en Ferrol son muy baratitos, me dijo, podía vivir dignamente (dentro de su rasero, por supuesto). Le pregunté que cómo llevaba lo del tema de la sanidad, y me dijo que podía ir al médico por urgencias cuando quisiera, pero que si se ponía malito de algo más grave y tenía que ingresar no estaba muy seguro de si tendría un problema.
Seguimos dándole a la sin hueso un buen rato, hasta que no sé en que momento comenzamos a hablar de literatura, recurrente teniendo en cuenta que estábamos en la puerta de una librería. Sacó de su mochilita un libro grueso y me lo enseñó, se lo había regalado una amiga suya de Ferrol, era un ensayo sobre los padres de la Segunda República, un libro que habitualmente y desde mi experiencia acostumbran más a leer personas con auténtico interés por la historia que otro público que busca literatura de evasión más ligera.
Corrí dentro de la librería y cogí uno de mis libros de reciente publicación y se lo regalé, quiero dejar claro que no lo hice como un acto de generosidad por ser una buena samaritana ni nada parecido, lo hice porque pensé que una persona con esos gustos literarios sabría valorarlo, y en estos momentos de reciente lanzamiento lo que más me satisface es encontrar lectores a los que les guste la historia contemporánea tanto como a mí y que mi libro les resulte interesante. Eso sí, le pedí que a cambio me debía devolver su sincera opinión, y nos citamos para el siguiente domingo en el mismo sitio para que me la transmitiera.
Por fin llegó Guille y tras él otros colaboradores del mercadillo solidario, dejó de llover a chuzos y el negocio se puso en movimiento. Manolo (nombre ficticio con el que yo le bauticé), levantó sus bártulos y se despidió de mí prometiendo que cumpliría su promesa.
El siguiente domingo, fui a pasear con mi perra por delante de la librería, reconozco que se me había olvidado por completo la cita con Manolo, pero allí estaba, con su cajita de cartón y su vasito de plástico donde la gente que salía de la panadería aledaña le dejaba alguna moneda. Tras acariciar con cariño a mi perra, me contó que el libro le había encantado y que me auguraba mucho éxito con él. Yo le agradecí el cumplido, le deseé mucha suerte y continué mi camino.
Días más tarde mi amigo Guille me contó que la dueña de la cafetería de enfrente se estaba leyendo mi libro entre café y café, lo cual le extrañó porque no recordaba que hubiese entrado en la librería a adquirirlo. El misterio lo desentrañó ella misma cuando le reveló que el libro era un regalo de Manolo por su generosidad invitándolo al café con churros todos los domingos. Todo lo que tenía Manolo para regalar eran un par de libros, y se deshizo de uno de ellos para cumplir con su benefactora. Me alegro de que mi aportación le haya servido de utilidad, porque la dignidad humana y la generosidad no tienen que ver con la seguridad y la riqueza.