En el momento de escribir estas líneas ya se ha concedido a Galicia la Fase 2 de desconfinamiento. Han transcurrido más de dos meses incómodos como consecuencia de la pandemia del Covid-19. Muchas horas confinados en casa, vagando de un lado para otro como animales enjaulados y, en el mejor de los casos, con alguna terraza donde tomar el sol y disfrutar del aire libre.
En esta larga etapa de confinamiento se han hecho evidentes las carencias de espacio y de comodidades de muchas viviendas, puesto que no todo son holguras y muchas personas viven en condiciones muy limitadas. En ciudades tan grandes como Madrid, por ejemplo, existen habitáculos minúsculos en los que se ha aprovechado hasta el más mínimo rincón y cuyo precio de alquiler —no hablemos del precio de venta— resulta casi inalcanzable para muchas economías.
En las mayoría de las grandes poblaciones, algunas familias viven amontonadas en espacios muy pequeños, con mínimas comodidades y en condiciones difícilmente imaginables para quienes están acostumbrados a viviendas de más de cien metros cuadrados para compartir entre tres o cuatro personas y, en algunos casos, para sólo dos personas. La desigualdad de condiciones de las viviendas ha quedado en evidencia y el responsable de todo esto es el Covid-19.
El confinamiento ha sido inevitable para controlar la pandemia, pero el precio, como puede deducirse, ha sido muy alto, no sólo en el caso de las víctimas mortales, sino también en el de las no mortales, porque el virus deja importantes secuelas. Por lo tanto, una de las consecuencias generales del Covid-19, además del descalabro económico y laboral que ha provocado en nuestra sociedad, ha sido el poner de manifiesto el grado de desigualdad existente.