La proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia, aprobada por el Congreso de los Diputados el 17 de diciembre de 2020, abre una puerta a la esperanza para muchas personas que aspiran a una muerte digna, y también para las familias que ven como alguno de sus familiares se va consumiendo con enorme sufrimiento, o con el distanciamiento absoluto e irremediable de la falta de memoria.
Determinados sectores sociales no aprueban abiertamente el derecho a morir dignamente, amparados, en mayor parte, en creencias de tipo religioso. Sin embargo, a la hora de la verdad, y del mismo modo que ha ocurrido con el aborto, no dudan en intentar utilizar las soluciones finales bajo cuerda. En todo esto la Iglesia ha hecho y sigue haciendo mucho daño al no respetar las decisiones que cada persona debe asumir libremente.
En cuanto al personal médico conviene recordar el juramento hipocrático, que realizan quienes se licencian en medicina: “Desempeñaré mi arte con conciencia y dignidad. La salud y la vida del enfermo serán las primeras de mis preocupaciones. Respetaré el secreto de quien haya confiado en mí. Mantendré, en todas las medidas de mi medio, el honor y las nobles tradiciones de la profesión médica.” Su origen, y de ahí el nombre de hipocrático, viene de Hipócrates de Cos —en referencia a la isla de Cos—, en la Grecia de Pericles del siglo V a.C., que es considerado el padre de la medicina.
Los profesionales de la medicina, a quienes todos tenemos tanto que agradecer por su trabajo y dedicación, además de salvar vidas —y en mi caso personal ya me ha ocurrido—, también se encargan de evitar el sufrimiento. Pero no olvidemos que esos profesionales también deben de tener la libertad de poder elegir ese tipo de acciones a las que se refiere la ley que regula la eutanasia, la muerte digna. Esa también es una decisión libre, personal y respetable, y lo digo porque las palabras del juramento hipocrático pueden ser interpretadas con diferentes matices, aunque el enfermo siempre debería estar por encima de todo.
Esa diferencia de interpretación se traduce en que para unos la vida es lo principal, aunque exista absoluta falta de conciencia y el individuo tenga una vida vegetal que va marchitándose con el paso del tiempo, o aunque exista un enorme e irremediable sufrimiento físico.
Para otros, en cambio, lo principal es el derecho moral —y ahora legal— que tiene cada persona para decidir qué hacer con su propia vida en esos casos extremos, una decisión que también debe ser libre y personal, algo que las personas de profundas convicciones religiosas interpretan que es pecado porque están en la creencia de que la vida es propiedad de Dios.
En este sentido también conviene recordar que hay muchas personas que no creen en la existencia de Dios y otras que, aún creyendo en Dios, tienen otro concepto de la divinidad, de su bondad, de su comprensión y de su permisividad, un Dios totalmente distinto al que muestran muchos sacerdotes y mafias religiosas.
En mi opinión, la proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia es un enorme avance democrático que abre la puerta a otro campo de la libertad personal, y me parece un acierto. Yo no quiero llegar a convertirme en un vegetal sin memoria, o sin capacidad de movimiento alguno, o con un sufrimiento enorme e incontrolable. Ahora tengo el derecho a elegir un final digno en caso de que eso ocurra algún día. Y soy de los que opino que la vida vale la pena vivirla mientras estemos en condiciones dignas para hacerlo.