Siempre que llega el ocho de marzo, el día de la mujer, recuerdo los tiempos en los que la discriminación era tangible para quienes nos dedicábamos a la enseñanza y no nos resultaba fácil luchar en contra. Al cabo de varias décadas, de todo aquello recuerdo numerosas anécdotas, cada cual más curiosa e inverosímil.
Cuando estudiábamos ingeniería, la mayoría éramos hombres y el porcentaje de mujeres era irrisorio. Al final, llegó el momento de hacer las prácticas en las empresas y a una compañera que estudiaba la especialidad de mecánica le adjudicaron el rodaje profesional en una gran empresa de construcción naval. Pero no la dejaban salir de la oficina técnica porque la empresa —-sus directivos—- temían que los trabajadores del astillero se revolucionaran. Tal como lo cuento, y si ella está leyendo todo esto lo recordará perfectamente. Hoy, esa mujer es una brillante profesional en edad próxima a la jubilación.
En mi vida profesional como docente, después de más de treinta años en el mundo de la Formación Profesional enseñando química de laboratorio —-análisis y control de calidad—-, esas situaciones se han repetido muchas veces. Durante muchos años, el alumnado de nuestro instituto, actualmente CIFP Manuel Antonio, en Vigo, era mayoritariamente femenino porque el internado que estaba dentro de sus instalaciones era exclusivamente femenino. En cada curso, de un total de más de veinte personas, solamente teníamos uno o dos alumnos, o a lo sumo tres. El ambiente era extraordinario en todos los aspectos, realmente inolvidable, pero ese no es ahora el tema. El problema surgía cuando el alumnado tenía que hacer las prácticas denominadas Prácticas en Alternancia, lo que ahora es Formación en Centros de Trabajo (FCT). Era facilísimo colocar a los chicos, sobre todo, en una época en la que la universidad todavía no había descubierto lo positivo de esa formación complementaria. El problema, y muy grande, por cierto, eran las chicas. No las querían en casi ninguna parte.
Estoy hablando de una época de la que han pasado más de veinte años. Las empresas eran mayoritariamente machistas. En aquellas circunstancias, recuerdo una situación muy curiosa. Durante años, una compañera y yo compartíamos la organización de las prácticas de la especialidad de química. Teníamos que luchar denodadamente para convencer a las empresas para que acogieran a nuestras alumnas. En cierta ocasión contactamos con una importante empresa gallega, ya desaparecida, por cierto. Hablamos, primero por teléfono y luego personalmente, con el departamento de personal. Les planteamos la posibilidad de que pudieran aceptar a dos de nuestras alumnas. Ellos insistían que preferían alumnos, chicos, y nosotros insistíamos. Al principio nos dieron largas y luego nos remitieron a la dirección de la empresa. Nosotros no desistíamos porque nuestro objetivo era colocarlas a todas. Así, durante semanas mantuvimos conversaciones tratando de limar los impedimentos que nos planteaban.
Al final conseguimos que aceptaran a dos alumnas para trabajar en el laboratorio, por supuesto, que era su especialidad. Pero la dirección de la empresa puso como condición que fueran a trabajar con una funda de trabajo de cuerpo entero, de esas que se cierran con una cremallera, y luego la bata de laboratorio por encima. De este modo, cuando tuvieran que entrar en la planta de fabricación para tomar muestras, no alterarían el ambiente de los trabajadores. Entonces hablamos con ellas y aceptaron la condición, y así comenzaron las prácticas. Periódicamente, igual que con las demás empresas, hablábamos con sus tutores de la empresa para realizar el seguimiento de las prácticas. Cuando terminaron, la dirección de la empresa las felicitó y nos comunicó que habían quedado gratamente sorprendidos de su responsabilidad, de su capacidad de trabajo, de su buen hacer y de su formación, y contrataron a una de ellas porque sólo tenían un puesto de trabajo disponible. A la otra le buscaron un puesto similar en una empresa de la competencia —-téngase en cuenta que a esos niveles se conocen todos los directivos—-. Al cabo de los años, aquellas chicas siguieron trabajando en las mismas empresas desarrollando una espléndida labor, demostrando que los prejuicios sobre la mujer son totalmente injustos e infundados, y que lo importante es contratar personas, con independencia de su condición.
Por suerte, en la actualidad ya no se dan esas situaciones, sin embargo, aún queda mucho camino por recorrer hasta llegar a la completa igualdad. Y se llega a la conclusión de que esos rechazos, como las posturas machistas, son la consecuencia de un desconocimiento y de absurdos complejos de inferioridad, porque en el fondo, quienes son machistas están reconociendo su inferioridad ante las mujeres, mucho más luchadoras, mucho más constantes y perseverantes, y con una capacidad de trabajo mucho mayor, porque la vida no les regala nada. Además, en muchos casos son incluso más inteligentes. Y cuento todo esto porque siempre he opinado que la igualdad es necesaria e indiscutible.