En estos últimos meses, incluso semanas y días nos han ido abandonando gentes cercanas y amigas. Tal parece que el dictado inexorable del tiempo concluye en sentencia inapelable de muerte. Cierto es que llegada una edad nos vamos acostumbrando y hasta insensibilizando con la ocurrencia de muerte, más todavía cuando ha pasado el trance de extinción de aquellos que lo fuero todo en nuestras vidas, cuando éramos más frágiles y vulnerables, tiempo de infancia y cariños maternales.
Cuando esto ocurre ópera una anestesia del dolor de la muerte, después llueve sobre mojado. Es habitual en los años de mocedad o bien no pensar en la guadaña o de pensarla remitirla a un futuro indeterminado pero que creemos saber cierto. Así futuro y muerte van de la mano y tiempo y muerte también.
Resulta expresión corriente que cuando a alguien le alcanza la siega en juventud se diga que se fue antes de tiempo. También que una clepsidra vaya traspasando arena hasta vaciarse en su recipiente inferior, dando así señal del tiempo cumplido, en algunas representaciones en el vaso superior hay un homúnculo fetal y en el inferior otro senil.
La muerte pertenece al mundo de los adioses y de los jamases. Al mundo de las despedidas y de los viajes, de las rupturas traumáticas y de los silencios impenetrables, de lo pétreo, lo silente y lo oscuro. También de la albura cegadora.
La muerte engendra delirios y fantasías ultraterrenas que se proyectan a lo sideral y lo cósmico, así decimos a la muerte de alguien que hay una estrella más en los cielos o se nos aparece danzando su baile macabro en el horizonte bermejo de amaneceres o crepúsculos. Hay quien sitúa las almas y los cuerpos de los idos en simas pelágicas o paisajes lacustres infraterrenales.
En todo caso, en el resumen de nuestros días la cuenta echada es de pérdidas, aún las improbables ganancias de placeres efímeros y con desgaste por el uso y abuso de la reiteración, produciendo la inversión de placer por dolor con agravante de melancolía, que ya estaba dada en el epílogo postcoitum.
Manriqueñamente desengañados y desesperanzados. Y el muerto? Pues el muerto a lo suyo, ajeno al mundo y a sí mismo, sin conciencia, ni sufre ni padece, algunos pareciera que su rigor fuera altanero y hasta despectivo de la mala conciencia de muchos de los circunstantes, como queriendo el fallecido apurar el ceremonial y largarse para siempre de la escena de cuerpo presente.
Otra es que otros trabajen, si quieren, su memoria. Nacidos y muertos para recordar.