Parece que no quiere embarcarse sola porque sabe que Colón hubo uno, vivió en el siglo XV y no vistió con chaleco granate tornasolado a juego con la corbata para descubrir América. Hubo una época en la que la Humanidad, a veces, tenía ideas decentes.
Nadie te invita a celebrar la firma de una hipoteca, contrato que sí compromete a los implicados de por vida, pero sí a la formalización de un matrimonio. Que alguien me argumente esta discriminación.
Si recibes una de esas tarjetas horteras en sobre cuadrado, ya sabes lo que implica. Evidentemente, ningún beneficio para ti, pero a cambio emplearás en otros un dinero que te vendría genial para hacer una escapada, perderás ese fin de semana veraniego que ibas a pasar bajo la sombra de un castaño sacándote fotos de tus pies para subir a Instagram, tendrás que disfrazarte cuando ya pasó el Carnaval y, en muchos casos, comer platos recalentados servidos bajo carpas de plástico blanco.
Me asombra el desconocimiento que hay del significado del verbo invitar asociado a la palabra boda. Asumimos socialmente que por acercarnos a ver cómo dos personas sellan un pacto, que se supone que alcanzan voluntariamente, nos costará un mínimo de 200 euros en concepto de obsequio. Y esto es porque la gilipollez no conoce límites y porque se siguen pidiendo créditos para ir de vacaciones. Esto también.
En el país del aparentar y del quedar bien, mi regalo de boda favorito es que no cuenten con mi presencia en ninguna. Es de pésima educación molestar a la gente. ¿Invité a alguien a mi última mudanza? Pues eso.