Los jóvenes sólo quieren divertirse, eso lo sabemos todos. Pero muchas familias viven engañadas porque el comportamiento en casa no es el mismo que en la calle o en el colegio. Los viajes de fin de curso siempre ponen de manifiesto esas diferencias, un año tras otro, para mortificación del valiente profesorado que los acompaña cuando el viaje está organizado por el centro escolar, que no era el caso de este año por motivos de la pandemia.
Existen multitud de anécdotas de este tipo de viajes, cada cual más simpática o más dramática según el lado desde el que se mire. Contaremos un par de anécdotas para abrir los ojos a quienes piensan que todo son simples y simpáticas chiquilladas, pero que en realidad ponen al límite la paciencia y la responsabilidad del profesorado acompañante, al que —la mayoría de las veces y de un modo injusto— se le exige rendir cuentas cuando las cosas salen mal.
Hace bastantes años —porque esto no es nada nuevo ahora—, un grupo de alumnas y de alumnos de un centro escolar muy conocido en Galicia viajaron a una población costera catalana para celebrar el fin de la etapa de bachillerato. Los acompañaban varias profesoras y profesores que prometieron no volver a realizar ese tipo de viajes como consecuencia de lo ocurrido y que ahora relataremos.
Dentro de los márgenes de libertad razonable, cuando llegaba cierta hora nocturna todo el mundo debía permanecer en sus habitaciones para evitar juergas y problemas. Hasta que una noche todo parecía más tranquilo de lo normal. El profesorado acompañante, intrigado de tanto silencio, llamó a las puertas de las habitaciones para revisar si todo iba bien. Y al llegar a una puerta oyeron risas y algo de jaleo. Llamaron y resultó que dentro había muchísimas más personas de las que correspondían a aquella habitación. Las risas continuaban por lo bajo, muy mal disimuladas, como si trataran de ocultar algo, y se notaban ciertos efectos etílicos en el ambiente. Decidieron revisar la habitación y descubrieron que en el baño tenían un auténtico bar en el que la bañera era el plato fuerte. Habían llenado la bañera con Coca Cola y ginebra hasta la mitad, y cuando alguien quería un cubata sólo tenía que hundir el vaso y ya se daba por servido luego de añadirle un poco de hielo.
Llegados a este punto de la historia es preciso advertir a quien no haya estado vinculado con el sector educativo de la enorme responsabilidad que asume el profesorado acompañante frente a diversas situaciones y, en particular, con el caso de las intoxicaciones etílicas y con las acciones que de ellas se puedan derivar. Así las cosas, aquellas profesoras y profesores estuvieron a punto de embarcar de vuelta a los máximos protagonistas de la aventura estudiantil, pero los ruegos del alumnado y su aparente arrepentimiento consiguieron doblegar aquella intención.
La cosa no quedó ahí. Al cabo de un par de días parecía que la situación se había reconducido y que el arrepentimiento era real. Sin embargo, una noche, al llegar la hora y cuando todos se habían despedido y cada persona se había quedado en la habitación que le correspondía, pasada la media noche percibieron de nuevo una extraña quietud y al cabo de un rato mucha agitación. Al salir al pasillo para ver qué ocurría se encontraron con unos alumnos que venían a su encuentro solicitando su ayuda por un problema en una de las habitaciones: un chico había intentado pasar de una habitación a otra a través del conducto del aire acondicionado, igual que en la películas, pero con tan mala suerte que se había quedado atascado. El final de esta película, absolutamente real, puede imaginarse fácilmente. Obviamente, aquel profesorado que no pudo dormir prácticamente ninguna noche no quiso saber nunca más de viajes de fin de curso, un tipo de viaje en el que los acompañantes no pueden dormir ninguna noche, por unos motivos o por otros, porque para el alumnado es el viaje de su vida en el que la aventura consiste en transgredir todas las normas posibles, para divertirse entre todos y después contarlo a la vuelta.
Este curso que ha finalizado, en plena situación de desconfinamiento, los centros escolares han estado a la altura de las circunstancias y no han organizado ningún viaje de fin de curso para el alumnado, que es lo más lógico. No obstante, algunas agencias de viajes aprovecharon las ganas de organizarlo porque, al fin y al cabo, es su negocio, de lo que viven. Y muchas familias, o bien completamente ciegas en cuanto al comportamiento de sus hijas e hijos fuera de casa, y en un tipo de viaje que siempre suele desmadrarse, o bien simplemente por claudicar ante una petición insistente de sus retoños, concedieron el permiso. Como consecuencia, por culpa de esos niñatos y de sus correspondientes familias que no asumieron la responsabilidad que les correspondía en estos tiempos de pandemia, las juergas del viaje han provocado un aumento preocupante y alarmante de los casos del Covid19. Todo el mundo, y mucho más el sector hostelero —que es el más vapuleado— está temblando que volvamos a una situación que nadie desea. Lo más triste es que las familias de esta chavalada están intentando justificar lo injustificable, y que esa chavalada, que por suerte no es la mayoría, dentro de casi nada serán los españoles que cogerán el relevo generacional. Dios nos guarde.