Convivimos y acompañamos a los colectivos que han tenido menos suerte que nosotros, aquellos que, sin ser más débiles, sí que se conocen como más vulnerables. Trabajamos de manera silenciosa para la mayoría de la sociedad y estamos acostumbrados al olvido. Y no nos importa.
Con todo, el año pasado nos creímos excepción y en un año extraordinario, nuestra función profesional no podía ser menos. Salimos a la calle a hacer repartos domiciliarios de productos de primera necesidad para todas aquellas familias que no se podían permitir el lujo de vaciar las estanterías de papel higiénico, ni hacer repostería con sus hijos pequeños. También proporcionamos ordenadores, porque no, no todos estaban preparados para las clases telemáticas. Hicimos de profesores para todos aquellos adolescentes que necesitaban un refuerzo educativo. Y nos reinventamos las veces que hizo falta para intentar conseguir, desde la distancia, ese acompañamiento tan necesario en épocas de soledad.
Además de ser escuela, también fuimos cobijo. El 25 de mayo de 2020 retomábamos la actividad presencial porque sí. Porque en ese momento fuimos declarados como servicios esenciales. Y entre miedo y agotamiento reconozco, que me daba por aludida en algún tímido aplauso que se escapaba desde las ventanas. Tuvimos que desdoblarnos (con el mismo personal) para poder cumplir con las medidas de seguridad. Tuvimos que explicarles a niños y niñas que esto continuaba, que era una carrera de fondo, que no podían vivir al día por mucho miedo que les diese el futuro. Educamos, cuidamos, concienciamos, apoyamos, acompañamos, divertimos, luchamos, reímos, lloramos…
Hoy, un año después de aquello, miramos hacia atrás con orgullo. Y con miedo. Pues un año después de todo eso, seguimos sin estar vacunados. Y yo me pregunto; si no cuidamos a quien nos cuida… ¿Qué futuro nos espera?
No somos un servicio residencial, aunque cubramos una atención de doce horas al día a adolescentes con medidas de protección y a sus familias. Tampoco somos médicos de primera línea, ni segunda. No somos psicólogos (que desarrollen una actividad privada), aunque tengamos profesionales en plantilla de ese gremio. No somos docentes aunque realicemos un apoyo al estudio y un seguimiento escolar. No somos sociosanitarios aunque dependamos del Sergas y Política Social y ese nombre fuese el que recibimos durante toda la pandemia y el que aparecía en nuestros salvoconductos cuando nadie más podía transitar las calles…
Yo, Educadora Social, tengo claro lo que no somos para vosotros. Pero también tengo claro que estuvimos, estamos y estaremos… ¿Hasta cuándo?
Es importante que sepamos que la vocación salva, pero no cura.