A mí, que hasta hace una cuarentena “BOE” me parecía una marca de cerveza alemana, “Decreto” el objeto de un famoso chiste de un loro y un zorro y “estado de alarma” una película de Denzel Washington, las fases de la desescalada me tienen loco. Me he perdido entre una primera fase que se llama cero y una tercera con encuentros que es en realidad la cuarta, cada una de ellas con tramos horarios y de edad que se entremezclan endemoniadamente con metros y quilómetros, con lugares por donde puede deambular cada cual, sin saber muy bien con quien y entre la enigmática confusión del espacio-tiempo que han de ocupar las personas de catorce años, perdidas entre las líneas de la redacción de la norma.
Después del confinamiento ¿total? tengo tantas opciones que no sé qué hacer. Si madrugar para ir a correr, pudiendo llegar a los confines de la provincia si me ajusto al tiempo, o caminar sin demasiado brío para no pasar de largo los mil metros, casi sin darme cuenta. Pasear es una opción menor, injustamente restringida frente a la libertad de la que pueden disponer los runners. Tampoco puedo darle más vueltas, puesto que no me quedará un hueco entre el deporte matutino o vespertino, el súper, el paseo con los niños, sacar por fin al sol al abuelo y al perro y consultar todos los sitios a los que podré ir con cita previa. Menos mal que al asunto de la vuelta al trabajo no le dedican por el momento ni muchas líneas ni mucha información, que ya tenemos suficiente con entender el tema de las terrazas proliferantes que se ajusten a sus tantos por ciento de clientes.
Me desconciertan los test que deben hacerse pero que no sirven puesto que dan más falsos que Judas, me irrita el complejo modo en que debo quitarme los guantes, con los que ya me he tocado la cara tres veces, o la mierda de mascarilla barata que siempre me deja al aire la nariz. Y lo peor es que, inevitablemente, hemos bajado la guardia. Por prisa, por imprudencia o por simple agotamiento avanzamos en una desescalada descalabrada. Porque somos humanos, seres inteligentes, pero no tanto, a los que nos da repelús escuchar el concepto de nueva normalidad, que nos gusta más la vieja y patética normalidad de siempre, con sus bares abiertos hasta las tantas, el fútbol, la playa abarrotada, el centro comercial, los besos, roces y babas por todas partes, que sarna con gusto no pica. Sin más reglas que las que nos pueda volver a imponer la tozudez de un virus que se empeñe en tumbarnos de nuevo masivamente.
La crisis en ciernes, el paro creciente, la triste política que nos empobrece socialmente, nos golpea con crudeza y se hace cada vez más hueco en los medios de comunicación, junto a los innumerables datos cotidianos del coronavirus. Y yo me lío, así que me quedo en casa.