Debían de ser finales de noviembre y yo ese año estaba estudiando en Madrid. Era un día lluvioso del otoño madrileño. El Barça venía a jugar al estadio merengue y yo pude hacerme con una entrada de cuarto anfiteatro en el fondo norte, y es que el presupuesto de entonces no daba para más.
En el F.C. Barcelona estaba recién llegado «el Pelusa», el astro argentino Diego Armando Maradona. En su país había triunfado desde muy joven jugando en Argentinos Juniors, y un año en el que sería el equipo de sus amores, el club del barrio portuario de La Boca, jugando con la camiseta azul con franja amarilla.
La anécdota del porqué el Boca Juniors vestía de azul y amarillo se basaba en el momento de la fundación del club porteño. Como no sabían qué colores escoger para su camiseta los fundadores se apostaron mirando al puerto, y quedaron en elegir los colores del país del primer barco que llegara. Ese barco fue un buque sueco y de ahí el amarillo y azul de la bandera escandinava.
Pero volviendo al coliseo blanco hay que decir que el presidente Núñez había conseguido fichar a la estrella argentina por una cantidad indecente, y pudo juntarlo en el equipo con el germano Bernd Schuster. Aquello iba a ser muy atractivo de ver y yo podría hacerlo en vivo y en directo.
Como entré con tiempo pude ver el calentamiento previo de Maradona. Lo hacía muy a su aire, no recuerdo si llevaba las botas sin atar pero lo que pude comprobar era que la pelota le obedecía. Fue un despliegue de toques de pie, de rodilla, de hombro, de cabeza, de tacón, de todas las formas posibles. El balón era su mascota y Diego la tenía amaestrada. Solamente con ver aquel calentamiento ya estaba amortizado el importe de la entrada.
El césped del estadio blanco estaba un poco blando por las lluvias caídas, pero aún así pudimos ver a Diego hacer toda clase de diabluras con el balón. Y eso que en la defensa madridista jugaba un tal Camacho que no era una hermanita de la Caridad.
El Barça se llevó el partido por 0 a 2 con un gran segundo gol de Quini con una vaselina desde casi 40 metros. Fue una experiencia ver jugar al «Pelusa» en su mejor momento.
Ayer nos conmovía la noticia de la desaparición del crack argentino. Lástima que lo fácil que lo hacía en el campo se le complicara cuando se vestía de calle. En la vida normal Diego jugaba en un campo embarrado por las malas compañías que lo trababan en un infernal catenaccio. La inteligencia que exhibía en el césped le faltaba fuera de él, y demasiado pronto se convirtió en un juguete roto.
Al contrario que Johan Cruyff no destacó en los banquillos, pero quizá fue porque no entendía cómo sus jugadores no eran capaces de hacer lo que él bordaba como jugador.
Se nos ha ido el más grande. Se rumorea que allá arriba Gardel y Evita salieron a recibirle nada más llegar, y al momento Alfredo Di Stefano se presentó con una pelota desgastada y le hizo un gesto a Diego para jugar una pachanga. Yo pagaría por verlo.