Hablar es algo que hacemos cada día, de forma continua, al relacionarnos con nuestros familiares, compañeros de trabajo, amistades, etc. Disponemos de un lenguaje muy completo y variado, dotado de un amplio vocabulario que usamos para expresar nuestros pensamientos, emociones, opiniones y compartir experiencias. Sin embargo, a la hora de relacionarnos con los demás no siempre sabemos comunicar de forma correcta, especialmente porque primero hay que aprender a escuchar.
A pesar de que escuchar parece algo demasiado sencillo, cada vez más personas se quejan de que no se sienten escuchadas, ocurriendo con más frecuencia entre parejas y entre adolescentes con sus familias. Debido al ajetreo al que estamos sometidos día tras día, nos vemos obligados a transmitir nuestros mensajes de forma rápida, casi sin pensar en lo que se dice. El tiempo de reacción para contestar tras oír lo que dice la otra persona se reduce a pocos segundos. Y digo «oír» porque ni siquiera se escucha. La mayor parte de las veces, cuando el interlocutor habla, el receptor está pensando en lo que va a contestar en lugar de mantener una escucha activa y con los cinco sentidos en las palabras del otro. En vez de intentar comprender lo que nos quiere decir, se tiende a escuchar de forma superficial y se hace una interpretación según el propio mapa mental para dar una respuesta.
Solo hace falta ver cómo, por ejemplo, en las redes sociales se ha multiplicado tanto la cantidad de emisores de información que se hace difícil detenerse atentamente con cada uno de ellos. Así es que, si alguien realiza alguna publicación o comentario, la respuesta suele ser rápida y breve para no generar hastío en el receptor del mensaje. Las noticias, los documentales, artículos e, incluso, los relatos extensos han pasado a la historia. La sociedad actual y la saturación de comunicaciones han hecho que absolutamente toda la información que se aporta haya pasado a ser concisa y directa al grano. De hecho, se han puesto de moda los vídeos y audios cortos, las pequeñas frases y microrelatos, de esos que tan solo te llevan segundos ver, leer o escuchar y sin mucha carga para pensar.
Todo este tipo de vicisitudes han provocado que nuestras relaciones dejen de ser saludables, que carezcan de empatía y respeto. Saber escuchar es algo muy difícil en nuestros tiempos —especialmente desde la llegada de la COVID-19 donde nos hemos vuelto fríos y distantes—. Se ha perdido el interés en lo que nos dicen, solo se mantiene una postura de escucha con la intención de agradar. La mayoría de las veces se hacen suposiciones de lo que el otro piensa o siente, incluso se juzga lo que nos dicen, llegando en ocasiones a desacreditarlo. De ahí que se acudan a los psicólogos, con el fin de ser escuchados en serio.
Se hace urgente un cambio en este sentido; el ser empático y ponerse en el lugar del otro, el mantener una escucha activa y tomarse un tiempo para emitir una respuesta. Por supuesto, es fundamental mantener los juicios al margen —dentro de lo posible— y ayudar a la reflexión, en lugar de controlar las decisiones de quien se abre a nosotros con opiniones personales.
Todas las personas tenemos derecho a expresar lo que pensamos y sentimos —sobra decir que siempre de manera asertiva y sin ánimo de ofender a nadie—, sin ser criticados y juzgados por ello. Hemos sido creados con el don de la palabra y capacidad auditiva para poder relacionarnos, por eso la necesidad de que alguien nos escuche, especialmente cuando se está atravesando un momento difícil en la vida, es algo biológico. Desahogar la ansiedad y la angustia, además, es reparador y terapéutico. Por lo tanto, el regalar una escucha con los cinco sentidos puestos a quienes nos comparten sus inquietudes es un acto humanitario, de amor y respeto.