En la sociedad en la que vivimos parece que la felicidad se ha convertido en un objetivo muy valioso. Como si este fuese un elemento externo y lejano fuera de nuestro alcance y tuviéramos que escalar hasta la cima de una montaña para alcanzarlo. Hoy día abundan las personas que aparentemente no les falta de nada: tienen trabajo, una casa donde vivir, un vehículo con el que desplazarse, gozan de salud y de una familia que les quiere; pero la curvatura de sus labios siempre apunta hacia abajo como muestra de insatisfacción.
Este 20 de marzo se celebra el Día Internacional de la Felicidad. Una fecha simbólica que fue proclamada por la ONU para conmemorar la importancia que tiene la felicidad como parte integral en el desarrollo y bienestar de todos los seres humanos. Un día en el que también se celebra la inclusión y que exige a todos los gobiernos del mundo que se integre dentro de sus políticas sociales y económicas para alcanzar una sincera equidad y bienestar colectivo.
Si bien, la ONU utiliza seis variables para medir el índice de felicidad de un país: nivel de ingresos, libertad, confianza en el gobierno, esperanza de vida saludable, apoyo social y generosidad. Siguiendo estos parámetros y si hacemos una comparación a nivel mundial, España se encuentra dentro de la Unión Europea y goza de unos recursos que otros países tercermundistas no tienen. Entonces ¿por qué tantas personas acuden a psicólogos, talleres, conferencias o libros con el propósito de descubrir dónde y de qué manera pueden conseguir ese estado de ánimo tan anhelado?
Esta cuestión invita a pensar que las variables que engloban al estado de la felicidad no resultan del todo ciertas. Por eso mismo, es importante conocer la otra cara de la moneda, qué entienden por felicidad en otros lugares con menos recursos como en el caso del continente africano. Muchos pasan hambre, no tienen hogar, sufren enfermedades sin apenas medicamentos para curarse, viven en situaciones difíciles y la mayoría han perdido a su familia; aún así, sus caras derrochan alegría y sonrisas.
«Felicidad significa vivir el presente porque es en este instante en el que estás vivo». Con este sentimiento me quedo de los habitantes de una de las regiones de la costa oeste de África donde me encuentro. Es la enseñanza que me dejan y una lección magistral que, si nos ponemos a analizar con detenimiento, hace erizar hasta el vello de la piel: para estas personas que albergan necesidades de todo tipo y viven en situaciones precarias, el simple hecho de estar vivo es un buen motivo para sonreír y estar agradecido.
La filosofía africana está basada en la empatía, la cooperación y el bien común, es decir, «si todos ganan, tú también ganas». Una práctica y forma de ver la vida muy lejana del individualismo moderno al que estamos acostumbrados en Occidente. Quizás el hecho de carecer de recursos materiales y no competir por un estatus social les polarice hacia la solidaridad y sacar lo mejor de ellos mismos.
Todo esto hace cuestionar el conjunto de factores que se ha establecido para englobar el concepto de felicidad que nos han inculcado. Quizás sirva para mejorar la calidad de vida y alargarla, pero no para garantizar aquella. Por lo tanto, después de analizar las dos caras de la moneda, se podría llegar a las siguientes conclusiones:
Es un error buscar la felicidad en el exterior
Tendemos a encontrar la felicidad en circunstancias: «seré feliz cuando tenga ese coche nuevo, esa casa de ensueño, ese trabajo tan ansiado, cuando me case, cuando tenga hijos…». Siempre estamos esperando algo externo para que nos proporcione ese estado, pero resulta que cuando aquello anhelado se consigue, seguimos sin ser felices. Esa alegría momentánea dura lo mismo que tarda en disiparse las burbujas del champán. Al ser incapaces de buscar la felicidad en nosotros mismos la buscamos desesperadamente en objetos, experiencias y personas. Lugares equivocados que hace que nos alejemos aún más de la emoción. He aprendido que, en África, las personas no tienen apenas comodidades y aman la vida sin importar lo que se cruce en su camino, si viene una catástrofe o si mueren al día siguiente. Simplemente crean una atmósfera de alegría perfectamente contagiosa porque al fin al cabo la felicidad es eso, un sentimiento que nace de dentro hacia fuera y no al revés.
La felicidad es un estado mental
Si nos ponemos a analizar la gran cantidad de pensamientos automáticos que tenemos al día, la mayor parte son juicios, lamentos y autocríticas. Tendemos a la frustración y desesperación cuando algo no sale como queremos. Nos hemos vuelto tan exigentes en este primer mundo que si no le damos al botón y algo responde a la primera, ya se convierte en un cataclismo para nosotros. En el tercer mundo, ni siquiera saben los años que tienen o qué día es y viven el instante presente como si fuese lo único que existe. El tiempo es algo que carece de importancia. Ese es otro de los factores relevantes que nos diferencian, «el control». Vivimos anclados a un reloj, a un calendario, a unos plazos que si no se cumplen se convierten en estrés y ansiedad; un círculo vicioso que se basa en trabajar de forma mecánica hasta conseguir las metas, pero sin disfrutar del proceso. Una mente que vive en el futuro olvidándose de lo más importante, de vivir el aquí y el ahora.
Un simple cambio de actitud puede ayudarnos a reconocer y desenterrar la felicidad escondida que se encuentra en cada uno de nosotros y, por tanto, proyectarla hacia el mundo exterior en cada acontecimiento, relación o contratiempo. Si somos capaces de ver nuestros logros, en lugar de lamentarnos por los fracasos, el mundo en su conjunto sería más brillante y feliz.