Se cumplen hoy 184 años de la inauguración del obelisco de Luxor en su emplazamiento moderno, en la plaza de la Concordia de París. Atrás quedaban los horrores que se habían cometido en ese mismo lugar, que desde entonces se pretendió convertir en un símbolo de hermanamiento de todo el pueblo francés. Hoy es uno de los destinos turísticos más visitados, aunque mucha gente no conoce su curiosa historia.
El templo de Luxor constituye uno de los monumentos más fastuosos del Antiguo Egipto. Fue construido a partir de la XVIII dinastía, en concreto desde el reinado del faraón Amenofis III, y en su diseño final hubo modificaciones sucesivas por parte incluso de los faraones nubios de la XXV dinastía o de los faraones ptolemaicos. Más tarde, durante la época romana, su esplendor decayó, al servir como cuartel para los legionarios romanos. Albergó el culto de los dioses de cada período, pues en su interior se rezó a dioses romanos, hubo capillas cristianas y también una mezquita. Es quizá el lugar del mundo donde ha habido prácticas religiosas desde épocas más antiguas y de manera ininterrumpida, ya que se conocen rituales celebrados en Luxor durante los últimos 3500 años.
En el siglo XIX, volvió la pasión por el Antiguo Egipto. La campaña de Napoleón en Egipto y Siria no logró los éxitos militares que pretendía, cuando las tropas inglesas lo obligaron a retirarse sin poder llegar a la India, pero por contra despertaron el ansia por la egiptología. Entre los soldados franceses avanzaba también un regimiento de sabios que formaba la llamada Comisión de las Ciencias y de las Artes de Oriente. Entre sus logros se encuentran los primeros estudios acerca de lo que más tarde sería el Canal de Suez, la exploración del Nilo y, sobre todo, el descubrimiento de la piedra de Rosetta, de la que ya hablamos aquí mismo hace unas semanas. Por ella se hizo célebre en todo el mundo Jean–François Champollion, historiador francés que el 27 de septiembre de 1822 escribió una carta a la Academia de Inscripciones de París que cambiaría la historia. En ella declaraba haber sido capaz de descifrar los jeroglíficos egipcios, gracias al texto grabado en tres idiomas que aparecía en la piedra de Rosetta.
Esta conquista, por importante que haya sido, no fue la única que podemos atribuir a Champollion, ya que también actuó como negociador ante el Gobierno de Egipto para conseguir el traslado a Francia del obelisco de Luxor.
Este plan se pensó con la idea de hermanar al pueblo de Francia, que llevaba décadas sometido al horror, la violencia y los ajusticiamientos, centrados casi todos ellos en lo que entonces se llamaba la plaza Luis XV. Desde la toma de la Bastilla en 1789, el Antiguo Régimen se había derrumbado y se sucedían los gobiernos. El símbolo de aquel tiempo fue la gran plaza que se encontraba al final del jardín de Tullerías, y que se había construido entre 1757 y 1779 en honor del monarca. Tres años después del estallido de la violencia, la estatua ecuestre de Luis XV que había en la plaza fue derribada y destruida en una fundición. Desde ese momento, el lugar pasó a denominarse plaza de la Revolución y en su centro se instaló una guillotina por la que se calcula que llegaron a pasar más de 1200 personas, los más conocidos de ellos Luis XVI, María Antonieta y Maximilien Robespierre. Solo con el final de la época denominada «el Terror» tuvieron fin los ajusticiamientos y al final del siglo XVIII aquel lugar ya adquirió el pacífico nombre de plaza de la Concordia.
Pero la concordia no llegó a Francia, ni mucho menos. La tumultuosa vida política francesa a comienzos del siglo XIX y las guerras en las que estuvo implicado el país han dado para muchos libros, pero baste decir que se sucedieron en pocos años Napoleón Bonaparte, Luis XVIII —con la restauración de los Borbones en el trono—, Carlos X y Luis Felipe de Orleans, a quien la revolución de 1830 convirtió en el rey Luis Felipe I. Dio comienzo así un período de relativa estabilidad que la Historia ha denominado Monarquía de Julio, y que duró desde 1830 hasta 1848. Luis Felipe trató de ganarse el favor de la burguesía y de algunos de sus enemigos tradicionales, como los británicos.
Fue en la década de 1830 cuando se llevó a cabo el proyecto de llevar a Francia el obelisco de Luxor. El historiador Champollion negoció directamente con Mehmet Alí, valí o gobernador de Egipto para el Imperio otomano —con quien ya había contactado el Gobierno francés unos años antes para que el Ejército egipcio apoyara la invasión francesa de Argelia, sin mucho éxito—. El caso es que Mehmet Alí quería congraciarse con Francia y ofreció como regalo los dos obeliscos que se encontraban a la entrada del templo del Luxor. Luis Felipe aceptó encantado, con la visión de crear un espacio de auténtico hermanamiento en la plaza de la Concordia, a través de la exhibición de un símbolo que no implicaba nada para los monárquicos ni para los republicanos franceses.
Champollion supervisó la obra y llegó a la conclusión de que solo habría forma de trasladar uno de ellos. Tuvieron que fabricar un barco a propósito para esta misión, al que bautizaron Luxor, y que realizó todo el viaje en tres años. Salió de Francia en 1831, remontó el Nilo ese mismo año, cargó el monolito en su cubierta en diciembre y regresó a puerto francés en 1833. Finalmente la impresionante construcción egipcia llegó a París en 1834. La obra de su colocación en la plaza fue casi tan formidable como la de su traslado y solo fue posible el 25 de octubre de 1836, por medio de gigantescas grúas que cargaron el objeto hasta su posición definitiva.
Por entonces, el monarca había sufrido un atentado contra su vida en julio y aquella resultó su primera intervención pública. Luis Felipe y toda la familia real se asomaron al balcón del Hotel de la Marina, justo enfrente del obelisco, y saludaron a los muchos ciudadanos reunidos para la ceremonia. Trató de esta forma de crear un ambiente de igualdad en esa plaza, para que todos pudieran disfrutarla en común, sin los recuerdos macabros que llevaba asociados.
El segundo obelisco nunca llegó a salir de Egipto y, en 1981, el entonces presidente de Francia, François Mitterrand, celebró un acto de «devolución oficial» al Gobierno de Egipto.
En agradecimiento por su regalo, Luis Felipe entregó a Mehmet Alí un gigantesco reloj de cobre que desde entonces figura en la fachada de la llamada mezquita de Mehmet Alí Pasha, en cuyo interior descansan los restos del gobernador egipcio. Las malas lenguas afirman que el reloj se dañó durante el traslado y nunca ha funcionado correctamente.
Las cosas no fueron mucho mejor después de aquello para Francia. El monarca se empeñó en llevar a cabo una política social y económica ultraconservadora que le reportó el descontento de la población, hasta que la revolución de 1848 lo depuso. En adelante dio comienzo la Segunda República Francesa y Luis Felipe pasó a la historia como el último rey de Francia.
Por otra parte, en épocas recientes han surgido voces en Egipto que claman por la devolución de objetos de gran valor arqueológico que se encuentran en lugares de Europa, como la piedra de Rosetta o el obelisco de Luxor. Quizá tengan razón, pero lo que sí sabemos con seguridad es que Champollion estaba muy orgulloso de su labor de mediación con Mehmet Alí, y de hecho su tumba, en el cementerio del Père Lachaise, está presidida por un obelisco.
Hoy no entenderíamos la plaza de la Concordia sin sus dos impresionantes fuentes verdes y doradas —obras de Jacques Ignace Hittorff y también de la época de Luis Felipe—, y sin el obelisco de Luxor, una de las obras más visitadas del país.
Por lo menos en los últimos años el pueblo francés ha logrado hallar la concordia, después de tantos horrores como sucedieron en esta plaza.