La isla de Mallorca, «la mayor» del archipiélago balear, quizá la más significativa referencia turística del Mediterráneo, tiene una extensión de unos 3.640 Km2, casi el doble de Tenerife, la mayor isla de Canarias. La habitan 800.000 habitantes de los que la mitad están en su capital, Palma. Acceden a ella, la mayoría por su aeropuerto de Son San Juan, un total de 12 millones de visitantes al año, dispone de 12 campos de golf, infinidad de playas y calas de arena blanca y aguas cálidas y cristalinas, y aunque gran parte de la isla es llana de colores y primavera, con olivos centenarios, su frente noroeste es absolutamente montañoso, con picos que llegan hasta los 1.445 m de altitud del Puig Major, en la sierra Tramuntana. Una isla donde pasado y presente se dan la mano en cada esquina, donde el noble y el canalla rivalizan en protagonismo, un lugar en el que no hay cultura que no haya dejado su impronta, donde las sensaciones y la belleza de unos paisajes fuertes y milenarios se dan la mano en naranjas atardeceres, seguidos de luminosas noches y amaneceres tranquilos. Es el azul Mediterráneo, un lugar entre Algeciras y Estambul…, es «sa illa».
Vámonos unos días a Mallorca, ¿una semana?, venga.
Son San Juan, largo, grande, algo caótico, mosaico de razas, colores y equipajes, es la entrada en la isla, a cualquier hora del día o de la noche, donde civilizados alemanes, paletos ingleses, horteras rusos, ruidosos italianos, vanidosos franceses, ansiosos nórdicos, se entrecruzan entre los que van y vienen buscando sol y playa como locos, rojos en retirada, blancos llegando, sumándose a una bulliciosa actividad que hace del aeropuerto mallorquín el de mayor tráfico del año en determinadas fechas y el segundo o tercero a lo largo del resto.
De entrada, el simple hecho de alquilar un coche, hace que en el mayor de los casos, siendo tan fuerte la demanda, debas ir en un autobús de la compañía a recogerlo a cierta distancia, maniobra que habrá de repetirse a la vuelta y que te obliga a hacer un cálculo delicado para no perderte el regreso. Por otra parte la cercanía a la capital ayuda en positivo.
Pero ya estamos en Palma, el antiguo nombre romano de la ciudad, frente a su bahía, la que les indujo a fundarla, aquel establecimiento que más tarde los árabes ampliaron e hicieron de ella el vergel que llevó a Jaime I el Conquistador a expresar el encontrarse ante la ciudad más bella que habían contemplado sus ojos.
A primera vista, tres cosas destacan sobre el resto, la catedral (sa seu), el castillo de Bellver y la marabunta de yates que pueblan la bahía. Acercando la lupa un poco mas, la enorme riqueza arquitectónica de su casco viejo, donde sobre todo el modernismo destaca alegremente sobre un mosaico de palacetes, residencias, iglesias y casas señoriales, perfectamente conservadas todas ellas, nos lleva a callejear un trazado de señaladas reminiscencias árabes, bien documentadas, que contribuyen a dar y aclarar misterio a la visita.
Solo dos presencias, la Catedral y el Palau de la Almudaina requieren toda la mañana. Con la Seu nos encontramos ante una de las mayores catedrales de España, y no solo eso, sino ante una de las más originales con un altar único en el mundo. Con impresionantes muestras de arte gótico (principios del siglo XIV), manierista y barroco, de planta rectangular compuesta por tres naves, en las que la central es enorme, tanto en planta como en altura, dispone de la originalidad de haber sido reformada en multitud de detalles entre 1904 y 1914 por Antonio Gaudí, para mi, el más grande de los arquitectos españoles en toda su historia, ese hombre absolutamente renacentista de formación, en su sentido pleno, donde fondo y forma se dan la mano estrechamente, pero impregnado de una libertad de acción no solo de una originalidad inédita, sino de aquello que constituye la base del arte, lo que emociona, lo que ante su contemplación te pone la piel de gallina, te produce escalofríos y te suelta las lágrimas, la subjetividad del arte. Reconozco que pasa pocas veces, pero a mi, afortunadamente, me ha ocurrido en varias ocasiones. Por otra parte, una de las naves menores ha sido redecorada de forma original por el pintor mallorquín Miquel Barceló, algo que siendo muy generoso, supongo que también puede llegar a emocionar a alguien. Al menos canaliza la visita mayoritaria y de cámara al hombro, del turista de grupo más o menos teledirigido.
En 1902 Gaudí llega a Mallorca a petición del obispo Campins, para llevar a cabo la restauración litúrgica de la Catedral de Palma. El resultado de la combinación de elementos góticos con el particular modernismo de Gaudí daría un resultado asombroso. Gaudí dueño absoluto, por vocación, del simbolismo litúrgico más auténtico, redistribuiría la catedral como el avance mejor anunciado de las nuevas tendencias posconciliares, que habrían de tener lugar muchos lustros después. Solo un adelantado a su tiempo como era Gaudí, podía concebir entonces tamaña intervención.
Cuando Gaudí llega a Palma, se aloja en el Palacio Episcopal, al que empieza a dotar de pequeños toques propios en su decoración, remates y elementos externos, casi todo en hierro forjado, material que junto a la cerámica, dominaba a la perfección.
En cuanto a la Catedral, dos eran las principales preocupaciones del Obispo Campins y por tanto de Gaudí, el traslado del Coro y la iluminación natural de la Catedral, con todo lo que ello comportara. La Catedral era oscura, con gran parte de sus ventanales tapiados, mientras el coro del clero catedralicio se ubicaba en el centro de la nave desde el siglo XVI, dificultando así la visión del presbiterio y del altar que quedó hundido en el ábside de la capilla real. Toda la obra se ciño a un Plan litúrgico elaborado por el obispo Camping, que consistía en hacer que la luz fuerte del sol mediterráneo entrara a través de los vitrales, restaurar la capilla real y la antigua cátedra, la silla o sede pontifical, para que el obispo presidiera la liturgia, trasladando el coro para que los presbíteros, colaboradores del obispo, lo ocuparan a ambos lados de la sede episcopal y finalmente preparar los dos púlpitos (de la epístola y del evangelio) para que la palabra escrita por un lado, y predicada por otro, llegara de la mejor manera (proyectó tornavoces sobre ellos) al pueblo ubicado en las naves.
También fuera de la Catedral, Gaudí y su más directo colaborador, Josep M. Jujol dejaron una impronta fácilmente reconocible, en una buena muestra de distintos objetos de forja.
La misión encomendada de la luz fue completada por Gaudí a base de la implantación de la más moderna tecnología, la luz eléctrica. Para él, hijo de un calderero, el hierro no tenía secretos convirtiéndose en un elemento absolutamente fiel a su arte anticonvencional por naturaleza, algo que con los distintos juegos de luz, natural y artificial, proporciona a la Catedral un color único.
Para el canto y la música, que para él representaban un elemento litúrgico de primer orden, diseñó las tribunas para los cantores con unas escaleras de piedra para el acceso, con rejas y barandillas que las cierran.
La barandilla de entrada al presbiterio, es una de las más bellas obras de hierro forjado del muestrario gaudiniano.
Desde todos los puntos de vista, el altar mayor es el monumento más notable de la Catedral. Sostenido por nueve columnas, la central bizantina y las otras ocho románicas tardías, cistercienses y mudéjares, probablemente formaron parte del antiguo altar de la catedral-mezquita existente. Campins y Gaudí comprendieron desde el inicio de la reforma, que el altar mayor no podía permanecer escondido al fondo de la capilla real, ni adosado a un retablo como lo habían situado el arte gótico y el barroco. Así pues, ya en 1904 Gaudí nos dejó el altar a punto para la celebración de las misas posconciliares. Hasta en eso fue un hombre enormemente adelantado a su tiempo. Como remate de su obra, el baldaquino, tapiz que cubre el altar, es de una originalidad impensable.
Cinco lampadarios-coronas constituyen junto al baldaquino y la decoración alrededor del altar, el más puro grito que define el especial concepto del modernismo que aporta Antonio Gaudí a la catedral mallorquina.
Finalmente y dejando a parte muchas otras intervenciones, destacar el muestrario originalísimo de mobiliario litúrgico: confesionario, bancos para los fieles, faldistorio (para cuando el pontífice se sentaba delante del altar para conferir las ordenes sagradas), el banco de los oficiantes (destinado al sacerdote celebrante de la misa solemne, asistido entonces por el diácono y el subdiácono, y si era canónigo, por un presbítero asistente), el banco de los sochantres (directores del coro), el candelabro del cirio pascual, los cuatro taburetes (para el presbítero y para los diáconos de honor en la misa pontifical), la escalera para la exposición del Santísimo en el altar mayor (el mueble más suntuoso que Gaudí diseño para la catedral), generalmente plegada, los facistoles (para el canto coral), el canopeo (uno de los dos símbolos de las basílicas) y el tintinábulo (el otro símbolo basilical), una campana que anuncia la llegada de la procesión del clero de la basílica. Una visita imprescindible.
En cuanto al Palau de la Almudaina, decir que junto con la catedral son los dos símbolos principales de Palma. Se yergue sobre lo que fue una construcción megalítica, un castro romano, una fortaleza bizantina y un alcázar, residencia de los emires, para pasar a ser posteriormente residencia real. No voy a entrar en mayores descripciones, pero es otra visita inexcusable.
Palma da para mucho, la Llotja, el consolat del mar, etc., pero vamos a dejar la capital para iniciar un viaje por la isla.
Saliendo temprano de Palma hacia el oeste por la autopista nos dirigimos a Portals Nous (Puerto Portals), la pequeña Niza de la isla (pequeña visita de día y volver más relajadamente por la noche). Pasear por su puerto al anochecer entre una multitud de espléndidos yates, descapotables ultimo modelo, cuerpos esculturales y personajes del relumbrón, nos sumerge en lo más manido del ¡Hola! o de cualquier otra publicación del colorín. Precios en consonancia.
Interesante seguir para ver la gran playa de Magaluf y Santa Ponça, Peguera y desde el cap de sa Mola divisar la bonita isla de Sa Dragonera, todo ello en el área de influencia de Andratx, otrora una maravilla y hoy bastante desvirtuada por mor de un urbanismo bastante estúpido, con alcalde en «chirona» incluido. En el interior Calviá, al parecer la localidad española con más alto nivel de renta per capita.
Otro lugar desde el que divisar Sa Dragonera y a la vez disfrutar de bonitas playa es Sant Elm.
Ya adentrándonos en la costa noroeste, entre la montaña y el mar y antes de llegar a Estellencs, no podemos perdernos la vista que se divisa desde el mirador de Ricard Roca o del de la Torre de ses Animas, antes de llegar a Banyalbufar. El recorrido por la costa es sencillamente espectacular.
Y llegamos a Valldemossa, posiblemente el pueblo más conocido de Mallorca, pero a mi modo de ver, aunque imprescindible, no es el más interesante. La presencia de Chopin y George Sand es constante, viven de su recuerdo aunque cuando los tuvieron cerca nada querían saber de ellos, quizá con bastante razón. Al parecer, ¡Menuda tropa!.
De ahí a Deiá, un pueblo encantador, sobre una colina, con trazado musulmán y visitantes de todos los paises que llenan sus bares. Vale la pena bajar hasta Cala Deiá para disfrutar de sus acreditadas aguas cristalinas.
Tras Deiá quizá sea el momento de regresar a Palma, una duchita y a Puerto Portals: Cena, paseo y glamour. Volver a la realidad, a dormir y hasta mañana.
Volvamos al noroeste, carretera de Sóller (si se dispone de mucho tiempo, en tren). Llegamos a Sóller ciudad separada hasta hace poco, del resto de la isla por la barrera montañosa de la sierra y con el ferrocarril y un camino serpenteante como únicos accesos, esta población desarrolló una idiosincrasia propia que le llevó a establecer estrechos lazos comerciales y sociales, aun vigentes, con Francia. Sus ricas casas modernistas, el tranvía y el propio ferrocarril, nos hablan de una ciudad que fue una importante capital de la industria textil y exportadora de cítricos. Actualmente el acceso en coche se ha facilitado con la construcción de un túnel de peaje; sin embargo, merece la pena entrar en el pueblo a bordo del tren de Sóller, un ferrocarril eléctrico que, desde 1912, con sus vagones de madera, hierro forjado y vidrio, atraviesa hasta 12 túneles que en zigzag, van rodeando el valle del pueblo hasta llegar a la estación final donde poder enlazar con el tranvía hasta la playa y el puerto, a unos 2 km.
No solo el pueblo, la playa y el puerto, en su bahía son una preciosidad, sino que desde allí se puede navegar hasta Sa Calobra, algo que he hecho tanto por mar como por tierra y que recomiendo ambas posibilidades.
De vuelta a Sóller pueblo, recomiendo seguir hacia el norte pero por Biniaraix y Fornalutx, dos pueblecitos encantadores por una carretera de montaña de lo más pintoresco, enlazando ya con la carretera general seguimos hasta la bajada a Sa Calobra, un espectáculo de descenso en carretera. En realidad se trata de dos calas encajadas, rodeadas de unas paredes de roca con una fisonomía muy particular de grietas y relieves. Una de las calas S´Olla, es la desembocadura natural del Torrent de Pareis. Forma un enorme anfiteatro natural donde se suelen celebrar interesantes conciertos corales. La bajada del torrente es un clásico del barranquismo mallorquín. El paso desde Sa Calobra al Torrent es un paseo encantador por el que se atraviesan a pie pequeños túneles de lo más pintoresco. En esta zona se concentran los picos más altos de la isla, el Piug Major (1.447 m.) y los torrentes más importantes de la sierra de la Tramuntana.
Volvemos atrás y nos dirigimos al Santuario de Lluc, el corazón espiritual de la isla, en el que se venera a la patrona de Mallorca, la Mare de Deu de Lluc. Un enorme conjunto monacal con una importante y conocida escolanía. Bajamos a Inca (poco que ver) y de ahí, por la autopista de nuevo a Palma. Un día mas.
Nuevo día, salida temprana, de nuevo autopista en dirección Pollença, al otro lado de la isla. Pasamos de la ciudad y nos dirigimos a la parte más al norte de la isla, la península de Formenter. Dejamos el port de Pollença y cogemos la carretera que nos ha de llevar al cabo Formenter, una delicia de paisaje, da altura, de acantilados, de calas, pasando a la vuelta por el formidable y emblemático Hotel Barceló Formenter, en Cala Pi, frente a su islote, 5 estrellas cargadas de historia que vale la pena visitar. Bajamos de nuevo al puerto de Pollença y de ahí por la bahía hasta Alcudia, ciudad en la que se encuentran las ruinas de la ciudad romana de Pollentia fundada en 123 a.C. Alcudia es una villa romana amurallada que vale la pena ver. Paramos en la playa, vemos sus urbanizaciones y a lo largo del Parque Natural de la Albufera, nos dirigimos hacia Artá parando en la playa de Can Picafort donde podemos ver las Dunas de Son Real y su Necrópolis. Llegados a Artá, pasamos de largo en dirección Capdepera para seguir hasta Cala Radjada., la punta más al este de la isla, uno de los primeros núcleos turísticos de Mallorca, puerto deportivo, de pescadores y comercial de Capdepera, desde donde parte un ferry a Menorca. Es posible visitar los jardines (con más de sesenta piezas escultóricas) del palacio de Sa Torre Cega de la familia March. De ahí pasamos por las playas de Cala Moltó, Cala Agulla (area natural protegida) y Cala Mesquida. De ahí buscamos la carretera de Manacor, que obviamos para dirigirnos de nuevo a Palma por la autopista.
Siguiente y ultimo día de excursión. Autopista de Manacor y de ahí a Portocristo (Cuevas del Drac) en la costa este de la isla. Portocristo es el puerto natural de Manacor, lugar donde se producen las famosas perlas Majorica, donde también encontramos una importante playa en la propia rada en la que se halla el puerto y un importante puerto deportivo.
La obligada visita a las Cuevas del Drac, las más famosas y más recomendables de las muchas que hay en Mallorca, nos depara una experiencia interesantísima, ya que es de todo punto espectacular, con su lago interior navegable, el espectáculo de luz y sonido y como contrapartida el tener que soportar una muchedumbre de turistas inevitable.
Abandonamos Portocristo y bajamos por la costa este, salpicada de calas hasta Portocolom, uno de los mayores puertos naturales de la isla, considerada la salida al mar de Felanitx, donde es preciso visitar el puerto viejo y su tipismo. Seguimos bajando hasta Cala d´Or con su importante puerto náutico que conviene pasear y Cala Mondragó junto a su parque natural donde vale la pena darse un baño. Seguimos hasta Cala Figuera y Cala Santany para de ahí coger la carretera hasta Santany y Campos para finalmente visitar el arenal de Ses Covetes junto a sus salinas, una playa, reserva natural en la que se han cuidado sus alrededores donde no existe prácticamente edificación alguna. Atardecemos ahí y finalmente volvemos en dirección Campos para desde ahí volver a Palma.
Para comer, no hay que olvidar que estamos en pleno mediterráneo y que todas las culturas han pasado por ahí, con lo que la variedad puede ser absoluta, aunque tampoco hay que olvidar que es tierra de turistas británicos y centroeuropeos y por tanto de mal comer y peor beber, salvo que sepamos a donde ir y lo paguemos, que buenos restaurantes no faltan y para eso hay guias que pueden orientarnos en función de nuestras exigencias. Actualmente existen mejores vinos que hace algunos años y concretamente la denominación de origen Binissalem produce buenos blancos, pudiendo encontrar para otros menesteres los famosos malvasías y buenos aguardientes de hierbas. Puestos a buscar lo típico y con independencia de lo de cada lugar, es común a la isla la sopa mallorquina, los arroces (de peix, brut) acompañados de all i oli, la caldereta de langosta, el conejo, los calamares rellenos y, como no, la sobrassada y por supuesto, los helados y entre la buena repostería, la ensaimada, aunque ¡ojo!, la hay buenísima y muy mala.
En fin, en una semana se pueden hacer muchas más cosas… pero también muchas menos. Vale la pena.