Antía Cal, una mujer pionera en la implantación de una verdadera educación integral en la cual se enseñase a pensar antes que a memorizar, ha fallecido a los 98 años y, con 91, la que fue ganadora en 2012 del premio Trasalba organizado por la Fundación Otero Pedrayo mantuvo su última entrevista con la agencia EFE.
Lo que contó entonces es un acercamiento al relato vital de los sueños, proyectos compartidos y recuerdos felices de esta maestra, que escribió sobre su vida en ‘Este camiño que fixemos xuntos’ (Galaxia) donde, con el mismo estilo narrativo con el que contaba películas y comentaba la actualidad con su alumnado, habla sobre ella, acerca de sus memorias.
Esto fue lo que compartió con Efe tras estrenarse en los noventa, una entrevista de la que es autor Ramón Blanco:
Antía Cal Vázquez, nacida en La Habana en 1923, considera que “ver dar una clase bien dada es como ir a un concierto de una buena orquesta” y recuerda el año 1961, cuando fundó el Colegio Rosalía de Castro en Vigo, un centro educativo privado desde el que ella llevó a cabo una pedagogía innovadora y progresista nada común en esa España de la década de los sesenta.
Proviene de una familia de emigrantes, originaria de Muras (Lugo) y de vuelta a Galicia, al terminar esta mujer el Bachillerato, tuvo claro que no se iba a resignar a estudiar “simplemente Comercio” y fue su determinación la que la llevó a hacerse maestra, explica en una entrevista con Efe.
Cada mañana, a las 08:30 horas, sale de Domaio (Moaña-Pontevedra) y camina una hora por el monte. Su memoria está realmente intacta. “Hasta los 17 mis padres me dieron las mismas oportunidades que a mis hermanos -cuenta- pero después quise hacer Filosofía y Letras para estudiar Geografía y mi padre pretendía que ayudase a mamá. Era una injusticia porque tenía mejores notas que mis hermanos. Papá me dijo entonces que estudiase Comercio. Una amiga me explicó que deberíamos hacer Magisterio y mi madre me pidió que estudiase Comercio, como había mandado mi padre, y al terminar ya estudiaría Magisterio. Así lo hice”.
Se hizo novia del “amoroso” oftalmólogo Antón Beiras, galleguista y de izquierdas. Ocurrió en 1944 en la capital gallega. Salieron tres años y él le hizo ver que tenían que casarse para estar juntos. “Le respondí muy firme que yo no me casaba sin tener un trabajo. Y Antón replicó que con mi expediente iba a tener trabajo en Vigo” donde él ya tenía una clínica. Contrajeron matrimonio y, sí, empleo había, pero “no pagaban nada”, y en caso de opositar “me destinarían lejos de él”.
Un día, pasado el tiempo, Antón, preocupado, le comentó a Antía que tenía que salir por Europa para ver “qué hacían por ahí” con el estrabismo. La llevó con él con la idea de que a ella le sirviese igualmente para conocer “cómo era la enseñanza en otros lugares” y así fue como viajaron por el este de Francia y Ginebra.
En esta última ciudad, leyendo el periódico en una cafetería supo Antía Cal que el Museo de Pedagogía había adquirido el legado de un gran pedagogo suizo que ella había estudiado: Pestalozzi. Se dirigió al museo en cuestión y conoció a un docente al que le confesó que había estudiado Magisterio, que era madre de tres hijos -una con estrabismo- y que estaba “muy preocupada” por su educación. Este educador le preguntó qué edad tenía el mayor y ella contestó cinco años, ante lo que el hombre replicó al momento: “Ya le pasó el sol por la puerta”.
Los niños aprenden de iguales
Los niños en España entraban en la escuela a los 7 años y este profesor pensaba que, tal y como defendía Pestalozzi, los críos aprenden desde “los cero años por los sentidos”, algo que los gobiernos sabían aunque no interesaba este tema: “Costaba dinero”. Antía, que estuvo allí unos días, siguió aprendiendo de este maestro, quien también le enseñó que los niños aprenden de los iguales: “Usted tiene que buscar el consenso del grupo. En la antigua Atenas los niños aprendían la democracia en la escuela”.
Antía Cal, la de 91 años, sonríe antes de continuar y apostilla: “Le dije, profesor, si yo voy por España y cuento estas cosas, la gente se reirá de mí”. De allí salió pensando en la educación de sus hijos y no en montar una escuela. Pero este profesor de Ginebra la puso en contacto con una alumna suya que trabajaba en la Unesco en París, justo por donde continuó la travesía con su marido. Comieron con ella y Antón le espetó: “Si usted tuviese un hijo, ¿en qué escuela del mundo le gustaría matricularlo?”
Ella no dudó: “Las mejores están en el Reino Unido. Y ese mismo día mi marido me transmitió la intención de mandar a nuestro Higinio a Inglaterra”. Antía, que leyó a María Montessori y a Decroly, le preguntó cuánto tiempo debía estar el niño allí y ella aseguró que tendría que hacer la primaria: “No está para aprender inglés, está para aprender a aprender”, puntualizó rotunda.
Levantar una escuela
Siguió la recomendación con sus hijos, esa y la otra, la de que levantase ella una escuela, pero con esta máxima. En esa época, el padre de Antía había vuelto de Cuba y tenía un dinero en el banco que quería invertir y que sirvió para este destino.
“A Antón no le gustó al principio, pero mamá también me animó. La señora de París me había aconsejado que el colegio tuviese mucho sitio donde jugar, poca casa y mucho recreo. No conseguía encontrar un terreno así en Vigo. Hubo que buscar once meses un solar que se ajustase y hacer obra nueva. En un inicio puse la escuela para niños de tres y cuatro años, nada más”.
Cuando tuvo la primera inspección, sintió miedo, porque los niños estaban todos juntos y la mitad de la clase se impartía en inglés. Eran tres profesoras, una de ellas la que trajo de Inglaterra el responsable en Vigo del cable inglés (Eastern Telegraph Co.), mister Mann, “que nos ayudó muchísimo”.
El inspector le recomendó que reservase para la escuela todo el edificio que estaban construyendo -”habíamos pensado dejar una parte para nuestra vivienda”- porque les haría falta en apenas cinco años. “Aquellas palabras me animaron muchísimo y esa noche dormí como nunca”, rememora.
En 1967 Antón, que enfermó y murió al año siguiente, le trajo una carta que había recibido la editorial Galaxia de una asociación de maestros catalanes para unos encuentros de renovación pedagógica. Así llegó Antía Cal a la Escola d’Estiu de Rosa Sensat, donde vio de cerca la mirada pedagógica de Marta Mata. Recogió el guante y preparó cursos en Vigo y coloquios, a los que acabó trayendo a Marta Mata. “Verla trabajar era una gloria. Ver dar una clase bien dada es como ir al concierto de una buena orquesta”, observó entonces.