La peluquería Carral es la más antigua de Vigo, tanto que se desconoce el año exacto en el que abrió sus puertas. Iago Fernández, su actual propietario, data su apertura en 1916 por la fecha de una foto de época que le enseñó un vecino de Bouzas, pero Pedro, su padre, asegura que por aquellas fechas ya congregaba en sus sillones a ciudadanos de toda clase y condición.
Él representa a la cuarta generación de una familia de barberos que sigue engalanando la cabellera a generaciones de vigueses. Ese espacio en el que se corta el pelo y afeita a navaja al estilo clásico es testigo de los usos y costumbres de la ciudad.
Los emigrantes gallegos que zarpaban hacia Argentina en busca de oportunidades, los primeros turistas de Vigo, la burguesía, los trabajadores del mar, los políticos e intelectuales de la época y los trabajadores que llegaron del rural para ganarse el pan se reunían en la céntrica barbería. “Ganaba más dinero con los trabajadores, los ricos siempre se quejaban de los precios y dejaban menos propina. Supongo que por eso son ricos”, cuenta Pedro Fernández.
El caballito de madera, un símbolo de la barbería
Al veterano peluquero siempre “le jodió” el icono del negocio: el sillón de madera para niños con forma de caballito: “Llegó a la barbería en 1961 y yo en 1962, siempre me sacó un año de experiencia”. Los pequeños jinetes que se cortaban el pelo en la figura son ahora padres y abuelos que, presas de la nostalgia, llevan a sus descendientes al lugar que convirtió la rutina de cortarse el pelo en un juego.
Fueron precisamente sus clientes más jóvenes los que quitaron a Pedro la bata de barbero: una costumbre de la época era peinar a los niños cuando salían de ponerse las primeras vacunas del centro de salud, entonces ubicado en el edificio que ahora ocupa el centro comercial A Laxe. Después del pinchazo, los pequeños se asustaban al toparse con otro señor embatado y rompían a llorar. Pedro lo solucionó “vistiéndose de paisano”.
La barbería: punto de encuentro de intelectuales, burgueses y trabajadores
La peluquería reunía a los ciudadanos acaudalados que vivían en la praza de Compostela con los trabajadores del mar, a los emigrantes y a los turistas. Pedro dedicaba un espectáculo muy particular a los últimos: los afeitaba y les cortaba el pelo con los ojos cerrados. “Nunca corté a nadie, pero estaban acojonados. La experiencia”. El show causaba tal impacto que, en una ocasión se fue a Ámsterdam de vacaciones y un holandés lo reconoció en una cafetería: “Tú cortar pelo a mí con ojos cerrados”.
“Aquí venía lo mejorcito”, recuerda antes de enumerar: Desde Nicolás Franco, hermano del caudillo, al expresidente del Gobierno Mariano Rajoy o Julio Iglesias, pasando por intelectuales de la época como el pintor Laxeiro, a quien cortaba el pelo gratis y al que nunca cobró con un cuadro, pese a los intentos del artista y a que “hoy valdrían una fortuna”. También lo frecuentaban el escritor Carlos Casares y el polifacético Fernando Casas, que siempre llevaba una cajita y se llevaba su propia cabellera con el fin de hacer una obra con ella.
Cuando a Pedro le preguntaban cómo conservar el pelo, le recomendaba con retranca a sus clientes la costumbre del excéntrico artista: “Cuando se te caiga, lo metes en una caja y lo guardas para no perderlo”.
Una barbería en tiempos de emigración
Pedro tenía 11 años cuando aprendió el oficio. Se escapaba del colegio, prefería montar a caballo con los gitanos que vivían en las inmediaciones de Balaídos o salir a jugar al futbolín. Sus padres, furiosos, lo castigaban en las vacaciones a aprender el oficio de su tío como “pinche” en la peluquería. Pedro aprendió a trabajar afeitando un globo enjabonado y todavía recuerda los sustos cada vez que estallaba. Era imberbe y lo sigue siendo.
“En la época de la emigración los clientes me daban propinas de 8 pesetas, un dineral, ganaba más yo que los peluqueros”. Habla del año 1962: “Cuando los hombres aún sabían peinarse, no como ahora, que es una vergüenza”.
Pedro pasó de mal estudiante a excelente barbero en poco tiempo. Trabajaba como peluquero pero ganaba dinero con el estraperlo, como la mayoría de los vigueses en aquel tiempo. Él jugaba con ventaja: su oficio le proporcionaba contactos privilegiados.
Las barberías: un negocio de estilismo con espíritu de confesionario
Lo extraordinario de este tipo de negocios reside en el vínculo que crea el ritual del afeitado, un espacio de tiempo en el que los clientes reflexionan en alto con sus peluqueros y los convierten en una suerte de psicólogos.
Toda barbería tiene carácter de confesionario, por eso los carabineros y la policía secreta acudían al negocio de Carral en busca de pistas para resolver las tramas de la ciudad, conscientes de que las intrigas de la calle se revelan en los sillones de barbero. Pedro siempre calló, su discreción era tan sagrada para él como el secreto médico.
“Era el primero en enterarme de todo”, confiesa el antiguo barbero: “Si alguien cometía un delito lo primero que hacía era raparse el pelo y afeitarse, y cuando un cliente se divorciaba ya llevaba meses contándome los problemas en su matrimonio o los líos con sus amantes”. Escuchando a los clientes se versó en todas las vertientes del saber, “podía hablar con todo el mundo: catedráticos, médicos…”. La barbería, cuenta, “fue mi mejor universidad”.
También se enteraba de las visitas a Vigo de la familia Franco. “Los joyeros se ponían de acuerdo inmediatamente para esconder las piezas de valor”, indica refiriéndose a la conocida costumbre de Carmen Franco, apodada ‘La collares’ por su afición a los complementos caros y temida por los vendedores por “olvidarse” de pagarlos.
La vida oficial y la vida secreta de la barbería Carral: sede del estraperlo
Los marineros se cortaban el pelo antes y después de embarcar. Salían de Vigo con las manos vacías, volvían cargados de tabaco y toda suerte de artilugios. Era la época del estraperlo, un tiempo en el que la economía sumergida atenuó el azote de la hambruna de la posguerra y la dictadura en Vigo. El océano y la frontera fueron una suerte de Dorado en la provincia.
Los marineros no eran los únicos clientes de la barbería, la Policía también se afeitaba y ese triángulo generaba pingües beneficios: por un lado, los tripulantes “regalaban” parte de sus cartones de tabaco a los funcionarios. Pedro se los compraba a mitad de precio a los carabineros: ganaba 500 pesetas en una sola noche: “Se hacía mucho dinero, pero salía tan pronto como entraba”.
Pedro también encargaba a los tripulantes del navío portugués «Santa Lucía» pequeños aparatos de radio en cada travesía, estaban muy de moda en aquella época. Las compraba a 200 pesetas y las vendía por 250 en el Mercado da Pedra. El precio final de los transistores ascendía a 500 pesetas: “Con el estraperlo todos ganábamos dinero”.
-¿Se quedaba usted hasta la 1 de la madrugada?
-Y hasta las 2 y hasta las 3 y hasta las 5…
Esa época duró -calcula- hasta 1973, el año en el que se casó con Estela. Cuando la recuerda se refiere a ella como “su compañera”.
El nexo de la barbería en el tiempo de las melenas a lo beatle y la era de los Influencers
“Los melenas de antes no eran como mi hijo Iago, eran más como los Beatles: se peinaban”, sentencia el patriarca en una evidente pulla a la cabellera rizada y rebelde de su discípulo. “En el suelo de la barbería no habría un pelo, pero la caja estaba llena de dinero, eran hippies, pero iban muy bien arregladitos.
Aquellos rebeldes presumidos, precursores de los hipsters, iban una vez a la semana a la peluquería. Antes no había lavacabezas, Pedro utilizaba una regadera con agua tibia, champú y un cubo: “Como en las películas de vaqueros”. Reconoce que el jabón Lagarto es el mejor remedio para el pelo junto con la Ron-Quina Kesmar, un producto químico de origen vegetal que se comercializa desde hace décadas.
Este líquido, tan clásico como las antiguas navajas de hoja curva, el aceite de masaje Floyd o el after shave Varón Dandy, es en 2022 el producto más vendido en la nueva barbería Carral, hoy regentada por Iago Fernández, que explica cómo hace unos años sus clientes no querían usarla porque sus mujeres les decían que olían a viejo, pero desde que la recomendó La Vecina Rubia no da abasto con los pedidos: ¡”Hay que joderse!”.
Pandemia y resurrección: la nueva vida de la barbería Carral
Pedro llevó las riendas de la barbería más antigua de Vigo hasta los 68 años, cuando la pandemia y una ordenanza municipal provocaron el cierre de la antigua barbería. Le cogió el testigo su hijo menor, que cambió su trabajo en la construcción tras un accidente laboral. Se cayó desde un tercer piso. “Aquel día volví a nacer y pasé de esculpir piedras a esculpir cabezas”.
Apostó por la peluquería y, tras cerrar la persiana del histórico negocio de Carral en marzo de 2020, aprovechó los meses de confinamiento para proyectar el futuro de la barbería más antigua de Vigo. Él mismo colocó cada azulejo en suelo ajedrezado, el pladur de las paredes y los marcos de la puerta de madera: “Todo a base de tutoriales de Youtube”.
Junto al rótulo de la entrada situó el caramelo de barbería y diseñó el caballito en vinilo del escaparate en un evidente guiño a la figura que se convirtió en símbolo del negocio. El objeto más antiguo de la nueva peluquería es un reloj pendular de más de 80 años de antigüedad. Los dos sillones de barbero, perfectamente restaurados, rondan el medio siglo y en uno de los muebles expone la navaja de hoja curva de su padre.
En este local, a diferencia del anterior, hace esquina una pequeña barra de madera en la que el peluquero sirve cerveza artesanal y café a sus clientes. La resurrección de la barbería atrae a personas de todas las edades, Iago se amolda a las modas, pero mantiene el corte clásico, es su especialidad.
Los nuevos clientes conversan con los antiguos, que siguen llevando a sus hijos y nietos a zarandear las riendas del viejo caballito de madera que reposa, impertérrito, en el centro del local como testigo mudo del trasiego de la historia de Vigo.