Hoy celebramos en España el Día de Todos los Santos, pero ¿qué significa esto? ¿De dónde proviene la tradición? En realidad, todas las culturas han celebrado rituales alrededor de la muerte y el recuerdo de los antepasados. Son maneras diferentes de honrar a las personas que ya no se encuentran entre nosotros, con un tono a veces alegre y a veces emotivo, a medio camino entre los disfraces infantiles y la religiosidad tradicional.
La Iglesia de Roma señala dos fechas cruciales en su calendario: el 1 de noviembre es el Día de Todos los Santos, en el que se recuerda a las almas que ya han superado el Purgatorio y se encuentran salvadas, no sólo a las canonizadas -el santoral-, sino a todas las que se hallan en el Cielo; y después el 2, la Conmemoración de los Fieles Difuntos, dedicada a aquellas almas que todavía se encuentran en el Purgatorio, a la espera de purificarse de sus pecados y poder alcanzar la Gloria de Dios. Sus familiares rezan por ellos y de esa manera facilitan su salvación. Son momentos de recogimiento, recuerdo afectivo, flores y lágrimas, de cuidar lápidas, dedicar oraciones y a veces contarles los últimos acontecimientos familiares a aquellos que ya no pueden compartirlos. Y casi siempre llueve. Parece que eso también fuera parte de la tradición.
Sin embargo, esta no es, ni mucho menos, la primera ni la más importante conmemoración religiosa de la Humanidad en torno a la muerte. De hecho, cada sociedad a lo largo de la historia ha tenido su propia visión del final de la vida, sus propias respuestas y sus propios ritos. Afirma un dicho popular que «donde no llegan las manos, llegan los rezos», y así, en cada época, los hombres han intentado comprender el mundo -y, más difícil todavía, controlarlo- por medio de la ciencia, la tecnología y, cuando todo lo demás falla, la fe. Se sacrificaba un cordero para obtener buenas cosechas, se danzaba para atraer a la lluvia y se colocaba una moneda bajo la lengua de cada fallecido para que el barquero Caronte lo transportase hasta el Hades. La espiritualidad es una parte fundamental de los seres humanos, en cada contexto social y religioso de la historia. De esta manera, el misterio de la muerte -quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos- se ha convertido en uno de los pilares básicos de toda sociedad.
Existen pruebas de que ya los primeros pueblos prehistóricos realizaban enterramientos rituales y un cierto culto a deidades de la muerte de las que no tenemos demasiados datos. Monumentos megalíticos como menhires y dólmenes marcan lugares de enterramiento, y determinados lugares de acumulación de ellos, como Carnac, en Francia, y Stonhenge, en Inglaterra, constituyen gigantescas necrópolis que además servían para calcular el paso de las estaciones y realizar festividades en su honor. Solsticios y equinoccios se pueden calcular por medio de la colocación de las piedras, lo que hace pensar que los pueblos de aquellos tiempos ya entendían bastante bien los movimientos de los astros del cielo y la influencia que estos tenían sobre su vida. Y también ligaban esos cambios estacionales del mundo con sus propios ciclos vitales, entendiendo que cada hombre es parte del universo, y por tanto el macrocosmos y el microcosmos se interrelacionan.
Una de las creencias más antiguas de la humanidad es el animismo, que sostiene que todo cuanto nos rodea está dotado de un espíritu. En ocasiones se habla de espíritus independientes, como pueden ser los de los ríos, montes, el sol o la luna; y otras veces de un gran espíritu único, que recibe nombres como «fuerza vital del universo» o «magara», y que se encontraría en estrecha relación con las almas de los vivos y de los muertos. El mundo estaría dividido en dos niveles de percepción: el mundo natural -con el que interactúan los sentidos del cuerpo- y el mundo sobrenatural -territorio del alma, los muertos y los espíritus, y al que en teoría podría acceder cualquier persona mediante técnicas de meditación, pero sobre los individuos más dotados, los chamanes-. La muerte, por tanto, no es algo triste para los pueblos animistas, sino una parte más del ciclo del universo, a través del cual el alma de un hombre se pone en comunión con la de todos sus ancestros y con los espíritus que rigen la Creación. Los rituales tampoco denotan tristeza, sino devoción a las fuerzas de la naturaleza, con las que algún día todos habrán de unirse. Esas fuerzas son representadas por medio de fetiches -amuletos, objetos mágicos-, con el fin de ganar el favor de los espíritus y garantizar el bienestar de los que han fallecido.
De este esquema tan sencillo han derivado otras teorías acerca de la vida y la muerte, tales como «la Otra Vida», el juicio por los actos cometidos, dioses buenos y malos que rigen el mundo -o Dios y el diablo, en el cristianismo-, cielo e infierno, magia, el poder de los nombres, el alma como un ente inmortal dentro de cada individuo, el pasado y los actos de nuestros ancestros como referencia para nuestros propios actos presentes, la reencarnación o el Día del Juicio Final.
La mitología egipcia creía en la existencia de un mundo inferior o Duat, por donde el dios solar Ra viajaba durante la noche. Anubis, dios de los muertos, conducía hasta allí el alma de una persona fallecida y la sometía al Juicio de Osiris. Este dios, representación de la regeneración permanente del río Nilo, extraía el corazón del fallecido y lo depositaba en el platillo de una balanza, mientras en el otro platillo se encontraba la pluma de la diosa Maat, símbolo de la verdad y justicia universales. Si el corazón -los actos de la persona-se encontraba en equilibrio con la pluma, el veredicto era positivo y el fallecido podía pasar la eternidad en la marisma de Aaru: el paraíso egipcio. En cambio, si el corazón era impuro y pesaba más que la pluma, el alma era devorada por la bestia Ammyt y dejaba de existir. Para lograr la benevolencia de los dioses y decantar el juicio a su favor, el fallecido contaba con la colaboración de sus familiares, que aportaban rezos y una serie de rituales y encantamientos, los cuales se recogían en el Libro de los Muertos.
En la antigua Grecia se veneraba a Hades, señor del infierno, hermano de Zeus y Poseidón, con los que se repartía el dominio de la Creación. El fallecido atravesaba el río Aqueronte guiado por el barquero Caronte, que le cobraba una moneda como tributo. Por esta razón los cuerpos debían ser enterrados siempre con una moneda bajo la lengua, o el barquero les haría vagar durante cien años por la orilla del río antes de acceder a transportarlos. Una vez al otro lado, el alma se presentaba en el palacio de Hades, donde era sometida a un juicio por sus actos y se decidía su destino: o al Tártaro -la mazmorra más profunda y terrible, donde ya permanecían encerrados los Titanes, precursores de los Dioses Olímpicos- o a los Campos Elíseos -también llamados Islas de los Bienaventurados, donde pasaban la eternidad los héroes caídos de forma virtuosa-. Y entonces el fallecido bebía de las aguas del río Leteo, que hacía que olvidara todo cuanto había pasado en vida, como signo de que su existencia había cambiado para siempre.
Durante un tiempo, los romanos creyeron haber descubierto la corriente del infernal Leteo en las aguas del actual río Limia -entonces Lethes-, que nace en el monte Talariño y desemboca en el Océano Atlántico en Viana do Castelo. Por esta razón, las tropas se negaban a cruzarlo, temerosas de perder sus recuerdos. En el año 138 a. C., durante las campañas romanas en Gallaecia, el general Décimo Junio Bruto decidió romper esta superstición cruzando el río con el estandarte de la legión en su mano. Una vez en la otra orilla, llamó a cada uno de los soldados por su nombre, demostrando así que no los había olvidado. La campaña pudo continuar, y numerosas tribus fueron sometidas, como los galaicos, por lo cual el general ganó el sobrenombre de Galaico. En honor de este hecho se celebra cada año en Xinzo de Limia la Festa do Esquecemento, con numerosas recreaciones históricas romanas.
Las tradiciones cambian, los mitos se heredan de un pueblo a otro y se adaptan según la conveniencia, generalmente para someter con facilidad a los conquistados, bien por las armas o bien económicamente. El dios griego Hades se convirtió en el romano Plutón, y el Juicio de Osiris pasó en la Edad Media a ser llevado a cabo por el arcángel San Miguel, con la misma báscula y similares intenciones.
En la mitología nórdica, los más nobles de entre los caídos en combate eran conducidos por las valquirias hasta el Valhalla, el fastuoso palacio gobernado por Odín. Allí pasaban a formar parte de sus tropas de élite, los einherjer, que lucharían a su lado en la gran batalla al final de los tiempos, el Ragnarök.
En el budismo tibetano es muy común el llamado «entierro celestial», por el que los cuerpos son colocados en lo alto de una roca y cortados en pedazos de manera ritual, para que las aves se alimenten de ellos. El Tíbet es una región especialmente rocosa, lo que dificulta los enterramientos, y tampoco crecen demasiados árboles como para que sea habitual la cremación. Por otra parte, el budismo cree en la reencarnación de las almas, no solo en forma de personas, sino en la de cualquier ser vivo. De esta forma, los budistas tibetanos consideran que el cuerpo de un fallecido ha dejado de ser el receptáculo de su alma, por lo que no hay mayor muestra de respeto hacia el esquema del universo que entregarlo a otros seres para los que pueda ser útil, en este caso como alimentación.
En la tradición celta, los espíritus de la naturaleza y de los antepasados tenían gran influencia sobre los vivos, con los druidas como mediadores entre ambos, y en especial en la noche de Samhain -origen del actual Halloween-, celebración del final del verano o Año Nuevo Celta y comienzo de la época oscura, el invierno. Se decía que en esa noche las brujas y los fantasmas volvían a caminar sobre la tierra, y era obligatorio darles comida para que no se enfadaran, de donde proviene la tradición de que los niños vayan por las casas pidiendo caramelos. La muerte no era vista como algo negativo, sino como parte de la propia naturaleza, igual que la presencia de los espíritus en la vida cotidiana, por lo que rendían homenaje a los familiares desaparecidos y alejaban a los malignos.
En el estudio de la evolución de los pueblos, y en especial de las religiones, es fundamental el concepto de sincretismo: la fusión de conceptos, la asimilación, la búsqueda de una coherencia entre elementos discordantes. Cuando los romanos sometieron a los celtas, englobaron el Samhain dentro de sus festividades de final de la cosecha. Cuando el cristianismo se extendió por el mundo, transformó esa fiesta en una eucaristía de acción de gracias, realizada con el primer trigo que se recogía. De ahí nació el Día de Acción de Gracias, Thanksgiving Day, fiesta nacional en Estados Unidos y Canadá; y del Samhain proviene Halloween, nombre derivado del inglés All Hallows’ Eve, «Víspera de Todos los Santos», que ahora regresa a España reconvertido, no ya como fiesta celta, sino importada de la tradición estadounidense.
En la actualidad muchos movimientos culturales buscan renovar el espíritu original del Samhain, en especial en Galicia, atendiendo a sus raíces originales celtas y no a la versión moderna. El Samaín se ha convertido en una celebración típicamente gallega en numerosos municipios, con propuestas como visitas guiadas a cementerios, teatralizaciones, concursos de fotografía escultórica, conciertos de música clásica en el propio camposanto, talleres para niños -con percusión, pinturas faciales, tallado de calabazas y otras actividades- o la procesión de la Santa Compaña. Y el turismo ha reaccionado con entusiasmo a estas ideas.
Las tradiciones siempre tienden a cambiar, igual que cambian los pueblos. Los hombres se mueven por el mundo y suelen llevarse sus creencias consigo. El mundo evoluciona y ellas lo hacen también, a veces movidas por la espada y a veces por las aplicaciones de smartphone.
Época tras época, los hombres han creído que debe existir algo más allá de la vida, y que quizá se encuentre entre nosotros, observándonos, protegiéndonos. Tal vez sí haya espíritus que cuiden de que no nos metamos en líos, y en días especiales se hacen más presentes que nunca. O tal vez no, pero siempre es bonito creerlo, y rendir homenaje a los que ya no se encuentran en este mundo. Los que una vez nos cuidaron de niños y ahora no pueden vernos, ya mayores y convertidos en adultos responsables, más o menos. Y a veces hasta nos reprenden al oído, como antaño, para hacer de nosotros mejores personas.