Se cumplen 51 años de los disturbios de Stonewall, un momento clave dentro de la historia del siglo XX, tan lleno de episodios trascendentales para la humanidad. Comparado por los historiadores con la acción de Rosa Parks a la hora de negarse a ceder su asiento a un hombre blanco en un autobús público en Montgomery, Alabama, y con la trascendencia que tuvo este hecho en el movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos, la revuelta de Stonewall supuso la verdadera visibilización de la lucha por la equiparación de derechos del colectivo LGTBI y el inicio de las marchas del orgullo. Hoy aún queda trabajo por hacer para que esa equiparación sea real, pero también es cierto que han cambiado muchas cosas en estas cinco décadas.
América ostentaba la imagen de «la tierra de las oportunidades», «la tierra de los pioneros», un lugar virgen donde empezar de cero si ponías el suficiente empeño para prosperar. Sin embargo, la realidad no fue así para nada. Los viejos prejuicios también viajaron hasta allí, porque nunca las personas somos neutras y, cuando nos mudamos, nos llevamos en el equipaje a nuestros dioses, nuestras frustraciones, nuestros miedos y también nuestros prejuicios enquistados, que suelen provenir de varias generaciones de odio. La América del siglo XX no resultó tan idílica como en la propaganda. Irlandeses, italianos, afroamericanos y latinos masificaban sus ciudades, pero generalmente recluidos en guetos donde sus derechos se veían coartados a causa de su origen. Esto venía garantizado por la brutalidad policial, que se ocupaba de que cada cual aceptara lo que le había tocado vivir y no protestara demasiado. Redadas y palizas estaban a la orden del día, con unos jueces que defendían el statu quo y unos abogados a los que no les preocupaban demasiado los casos por los derechos de las minorías. Eso llevaba a situaciones terribles de exclusión social, marginación, prostitución y drogas, sobre todo entre personas homosexuales y transexuales.
En la supuesta «tierra de la libertad», esta no abundaba demasiado. Tras la Segunda Guerra Mundial, el Comité de Actividades Antiamericanas inició una terrible Caza de Brujas en persecución del comunismo, pero que también sirvió como excusa para investigar la orientación sexual de sus ciudadanos. Muchos homosexuales y transexuales fueron expulsados de sus trabajos y enviados directamente a la marginalidad. El FBI realizó una labor intensa en este sentido, con una férrea persecución de la homosexualidad, como brazo ejecutor de la política de pensamiento único del Gobierno estadounidense. Esas buenas familias blancas y heterosexuales de la América profunda, con su granja y sus valores arraigados, se convirtieron en un modelo a seguir, sin que hubiera un lugar para la disensión.
Las ciudades, sin embargo, funcionaban de otra manera. Durante los años 60 y 70 se convirtieron en la olla a presión de un cambio social y cultural que los poderes establecidos intentaban frenar a duras penas, y que finalmente les desbordó. La lucha por la emancipación de la mujer, por los derechos civiles de los afroamericanos o en contra de la guerra de Vietnam constituyeron un permanente dolor de cabeza para un Estado que se vanagloriaba de su talante democrático, pero que no estaba preparado para aquello. Al mismo tiempo, la adicción a las drogas era un peligro real para los jóvenes y un filón para la mafia, que se enriquecía a costa de vidas humanas.
En esa situación, ser homosexual o transexual en los Estados Unidos durante los años 60 significaba una condena automática. Con un padre que había servido en el Ejército durante la guerra y una madre que se ocupaba de transmitir los buenos valores tradicionales, lo primero era que a ese joven lo echaran de casa. Pocas empresas daban trabajo a homosexuales o transexuales, lo que conducía a la pobreza, la indefensión y la cárcel. Muchos dormían en parques públicos, se dedicaban a la prostitución y estaban enganchados a las drogas. Se reunían en locales clandestinos controlados por la mafia italiana, con el permanente recelo de poder ser arrestados en cualquier momento, de una manera brutal, y que nadie, ni abogados ni jueces, estuviera dispuesto a defender sus derechos. La ciencia tampoco ayudó mucho, pues, desde los experimentos de reorientación sexual llevados a cabo por los nazis en campos de concentración, la Psiquiatría defendía que la homosexualidad era una enfermedad y por tanto debía ser curada. Terapias con electroshock, psicoterapia, fármacos e incluso castraciones formaban parte del tratamiento habitual.
No debe sorprendernos que la tasa de suicidios entre estos colectivos y en aquella época fuera tan alta.
Por entonces ya habían aparecido algunos movimientos en defensa de sus derechos, como la Mattachine Society, fundada por Harry Hay en 1950, y que pretendía convencer al Estado de que el colectivo homosexual y transexual podía integrarse en la sociedad de igual modo que el resto de ciudadanos. Es decir, buscó que el colectivo se adaptara a la sociedad preexistente —y por tanto homófoba—, en lugar de hacer que cambiara la sociedad y fuera ella quien se adaptase a una realidad plural que no entendía. Eso sí, la Mattachine obtuvo grandes logros a la hora de poner en contacto a personas dispersas por todo el territorio americano, lo que sentó las bases del asociacionismo gay de décadas siguientes.
Pero en los años 60 la percepción general era que no se había conseguido prácticamente nada. Greenwich Village se había convertido en el bastión de la contracultura, de la Generación Beat y de los homosexuales y transexuales que no tenían un destino claro. Las persecuciones contra los bares durante la Ley Seca y contra los comunistas y gays durante la Caza de Brujas habían propiciado una fructífera vida clandestina que controlaban los italianos. Mientras, policías y agentes federales se infiltraban en aquellos locales que servían alcohol, para propiciar redadas, y también cobraban enormes sumas de la mafia por mirar para otro lado.
El Stonewall Inn era uno de los bares más populares de Nueva York. Situado en Christopher Street, en pleno Greenwich Village, se trataba de un local oscuro, con mala ventilación y sin agua corriente ni salidas de emergencia. El portero vigilaba a través de una mirilla que no se colaran policías disfrazados, pero aun así las redadas se habían hecho frecuentes. En la madrugada del 28 de junio de 1969, una patrulla de la policía entró en el bar tras el aviso de unos agentes infiltrados. Encendieron las luces y obligaron a que los presentes, unos doscientos, formaran en fila y enseñaran alguna identificación.
Sin embargo, esa noche las cosas no salieron de la manera habitual. Los detenidos se negaron a identificarse y por primera vez respondieron a la brutalidad policial con golpes, patadas y objetos contundentes, como ladrillos de una obra cercana. Empezó a congregarse gente de los edificios de alrededor y se formó un gentío harto de aceptar esas situaciones. No había consignas, ni idearios políticos, solo una negativa a seguir aguantando, un convencimiento de que no tenían por qué seguir callados. Se sentían orgullosos de quienes eran en realidad y no entendían la razón de tener que ocultarlo. Ni los gobiernos ni las asociaciones que afirmaban representarlos habían hecho gran cosa, de modo que esa noche —y las siguientes— explotó una rabia espontánea por defender por sí mismos los derechos que sabían que eran justos. Iban a pelear por la dignidad de ser ellos mismos.
Muchos respondieron a los porrazos con burlas y bailes con boas de plumas, otros les arrojaron contenedores en llamas y el local ardió en poco tiempo. De repente ya nadie tenía miedo de besarse en público y demostrar su orientación. Daba igual que los persiguieran, había una sensación de que por fin eran libres, o por lo menos podían perseguir la libertad.
Los disturbios callejeros se prolongaron durante las noches siguientes y se complementaron con manifestaciones de la misma violencia. Ya nadie quería esperar por sus derechos, no les darían más oportunidades a sus dirigentes. Había llegado el momento idóneo. Aparecieron sociedades nuevas, mucho más agresivas que las anteriores —a las que despreciaban, por su permisividad—. Surgieron publicaciones abiertamente gays, sin la pretensión que había hasta entonces de ocultar su naturaleza. Y sin embargo las redadas continuaron de la misma manera y las leyes tardaron en cambiar.
Al año siguiente se celebró «el día de la liberación de Christopher Street» y la primera marcha del orgullo. Homosexuales y transexuales volvieron a tomar las calles, con la cabeza bien alta. Sin nada que esconder. Desde ese momento nació el verdadero movimiento en defensa de los derechos del colectivo, que llegó a impregnar los gobiernos y, sobre todo, la sociedad general.
Aún queda muchísimo trabajo por hacer, desde luego. En 1999, con motivo del trigésimo aniversario de los disturbios, Christopher Street y en concreto el Stonewall Inn fueron reconocidos por el Gobierno federal estadounidense como Hito histórico nacional, pero no había sido hasta el año 92 que la Organización Mundial de la Salud eliminó la homosexualidad de su listado de enfermedades, veintitrés años después de la noche que no salió como esperaban.
Hoy ya ha pasado el medio siglo. Es el momento de seguir trabajando para que todos los seres humanos tengan los mismos derechos, con independencia de a quién amen, igual que con independencia del país en que nazcan, el color de su piel o el dios en el que crean.