No todo el mundo dispone de casa —aunque lo diga la Constitución— y mucho menos de cuarto de aseo. La fotografía da buena cuenta de ello. Puede observarse a un hombre aseándose con agua del mar en una rampa del puerto de A Coruña. Otros lo hacen en las fuentes públicas. Cada uno de ellos lo hace donde puede y cada día aumenta el número de desahuciados.
Es el propio sistema el que margina a muchas personas —tanto hombres como mujeres— y los convierte en invisibles para el resto de la sociedad. Son personas molestas para el resto, quizá porque su presencia revuelve las conciencias de quienes miran para otro lado cuando pasan junto a ellas. La marginalidad no tiene que ver con la droga ni con el alcohol, eso corresponde a una minoría que, en la debilidad de su propia situación, ha buscado ese camino de destrucción. Quienes viven sin techo simplemente han sufrido algún revés de la vida, o simplemente la mala suerte, que los ha conducido a perderlo todo y a vivir en la calle. Después del primer día en la calle, que siempre lo hay y que esas personas nunca lo olvidan, buscarán algún portal o algún local vacío o abandonado para pasar las noches acompañados del frío, de la humedad y del miedo. Porque la gente sin techo también tiene muchos momentos de miedo en unos tiempos en los que a veces se pierde el respeto incluso a la pobreza. Como suele decirse, “que nadie escupa para arriba”. Porque nadie está libre.