La Biblioteca Nacional mantendrá hasta el 14 de abril una exposición sobre Manuel Azaña, en el 80 aniversario de su muerte. El rey Felipe VI acudió a la inauguración en diciembre de una muestra que quiere romper mitos. Azaña estará para siempre en la historia como el presidente de la II República española que tuvo que enfrentarse a la sublevación militar y a la Guerra Civil. Es el defensor de la legalidad democrática frente a un golpe de estado. Pero en su currículum figura también su carrera como jurista, sin olvidar que fue un notable escritor, adscrito a la llamada Generación del 14, que encabezaba Ortega y Gasset y en la que también figuraban Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala o Gregorio Marañón. En ocasiones, se adscribe también a la misma a Juan Ramón Jiménez y a Ramón Gómez de la Serna.
De la obra de Azaña, hoy lo más relevante son sus Diarios, considerados fundamentales para comprender el momento histórico que vivió. Fue, además, un gran viajero, que quiso documentar los grandes acontecimientos de su tiempo, como cuando en 1917 se desplazó a Italia junto a Unamuno para vivir de cerca el frente de la Primera Guerra Mundial, que fue el tema que aglutinó el pensamiento y el debate político de la nueva generación de jóvenes intelectuales a la que pertenecía.
Fue en esa época cuando Azaña giró una visita a Galicia, en la que hizo un retrato admirado de Vigo, mientras denunciaba el atraso económico al que era sometido el país a causa del caciquismo. “Vigo, novísimo, rico, anglófilo, se construye a todo lujo sobre el trazado roto de la ciudad vieja”. Así se maravilla con la ciudad después de un viaje en tren deprimente: “¡Qué modo de viajar! Y no hay otro remedio. Parece que llevamos quince días en el tren. ¡Qué tren! ¡Cuánta suciedad!”, escribe.
El paisaje gallego asombra al escritor y político: “La naturaleza ha sido aquí buena para los hombres. Nada violento. Nada excesivo, ni el clima, ni los montes; profundas y fáciles ensenadas; mares interiores, portadores de riqueza. De cara al mundo, por el océano”. Pero se asusta ante la pobreza extrema del rural gallego, con “chozas fétidas” que huelen “a establo, a pocilga, a berzas pútridas” y donde “viven revueltos hombres y bestias”.
“No se ve ni una sola casa de campo, quinta, habitación o lo que sea que denote bienestar, holgura, limpieza; no hay más que las viviendas de los esclavos”, anota deprimido por la vista de tanta pobreza. Azaña, en esa época militante del Partido Reformista, atribuye el desastre al caciquismo: “Parece un coto adonde van a veranear unos politicones, y en el que, ya se sabe, nadie tiene que intervenir; los propietarios no han dejado aquí más que a los esclavos”.
Su receta para la renovación gallega es “anticaciquismo y reforma agraria”, mientras Azaña toma el tren entre A Coruña y Vigo, quejándose sin descanso: “¡Cómo transportan a los gallegos en su propia tierra! En mi departamento, capaz para ocho personas, íbamos exactamente dieciocho; doce, sentadas unas encima de otras, y seis de pie”. En Ordes, donde hace parada, le piden limosna y anota: “No he visto mendigos tan mendigos como los gallegos”.
Pero la llegada de Azaña a Vigo lo cambia todo. Su impresión le maravilla con tanta modernidad: “Vigo, novísimo, rico, anglófilo, se construye a todo lujo sobre el trazado roto de la ciudad vieja”. Cuando se acerca al puerto de O Berbés, se asombra de los soportales, pero se enoja con que las calles lleven nombres de políticos, un rasgo evidentemente caciquil: “En la Ribera: las casas de porche bajo, pilar robusto, pintadas de color chillón. En el interior: otras casucas en la calle Elduayen. ¡Estos nombres de las calles de Vigo! Elduayen, Urzaiz, etcétera.”.
La ciudad ya viaja en tranvía, y a Manuel Azaña le parece un gran signo de avance. “Viaje en tranvía a Bonzar (sic, por Bouzas) y a Cabral. Los tranvías son buenos. Bonzar, pueblo de pescadores, una placeta, calles de casas bajas, enlosadas de piedra, fachadas azules o rojas. Una cruz en el fin de la calle que da al puerto: Cristo de un lado, una Pietà al otro”.
Y, por supuesto, Azaña no puede evitar escribir sobre las islas Cíes y sobre el incomparable ‘solpor’ de la ría de Vigo: “Estamos en el espigón viendo la puesta del sol. Nubes le tapan. Las Cíes envueltas en polvo de oro. Chorros de luz sobre el mar; quieto, de plata gris. El sol aparece debajo de las nubes, como una bola de fuego. Se le puede mirar. Todo se incendia; el agua, las casas de Bonzar, las cimas sobre Vigo, las vertientes desnudas del Castillo. Levantan llamas en el agua los remos. Se apaga. Ruido hondo, hosco, de las olas pequeñas en unas playitas, al pie de la iglesia que hay al borde del mar”.
Cabral, sin embargo, le produce una impresión diferente. Ve allí más modernas las casas que la propia gente: “Cabral. Hemos ido en tranvía, al anochecer. Unos cuantos kilómetros al interior. La carretera, pésima. Población pululante. Valle amplio, en vertiente, gracioso, apacible. El paisaje es más fino, más urbano que la gente. Un escenario de Campos Elíseos habitado por pobres”.
Manuel Azaña ya no regresará a Vigo hasta 1932, ya como presidente del Gobierno, en una rápida visita en la que hará un discurso en el balcón del ayuntamiento ante el público que abarrotaba la plaza. Sin duda, llevaría el recuerdo de aquella ciudad novísima, rica, anglófila y a todo lujo que había conocido en su primera escala de juventud.
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