Al haber muerto Carlos II de España sin descendencia, tanto la familia real francesa, pretendiendo al trono Felipe de Anjour, como la familia real alemana, con el archiduque Carlos, se disputaron por tierra y por mar el control del trono español como tapadera para conseguir la hegemonía europea de alguno de los dos países pretendientes. Todas las monarquías europeas se apuraron a tomar parte de unos y de otros, formando dos grandes bloques de aliados que acabarían por dar comienzo a la Guerra Europea. El control de las principales rutas comerciales marítimas fue una de las partes más importantes del desarrollo de la contienda, especialmente en el caso de Inglaterra, quienes se habían aliado con la casa del imperio germano para impedir que su tradicional enemigo, Francia, pudiera expandir su dominio por todo el mundo.
Inglaterra fletó un importante número de buques en corso, los mismos que una vez acabada la guerra y privados del sustento monárquico pasaron a formar parte de la historia universal como los creadores de la edad de oro de la piratería, de la mano de nombres como Edward Teach (conocido como Barbanegra), Benjamin Hornigold, Woodes Rogers o Charles Vane. El bloque de aliados franceses tampoco se quedaría atrás. Un importante número de armadores del país galo invirtieron en la ría viguesa como socios de la flota corsaria de la zona junto con otros armadores oriundos de la región, como el tesorero arzobispal y una buena parte de la hidalguía gallega. Sin embargo, no sería hasta la segunda mitad del siglo XVIII que empiezan a llegar un número importante de comerciantes venidos de toda España motivados por la buena situación geográfica de Vigo como enclave comercial con Europa y las colonias de América. Los censos de la época recogen el asombroso auge demográfico que sufrió la ciudad en algo más de cien años, cuando sus habitantes pasaron de ser 389 familias a más de 2.000 al inicio del siglo XIX. Mientras que algunas de estas familias de comerciantes dedicadas a la armazón de barcos eran autóctonos de Vigo, como los Salvador Pastor, Francisco Manuel Menéndez, Manuel de la Fuente o Pedro Abeleira; había muchos otros que vinieron desde Madrid, como Florencio Lozano; de La Rioja, como Norberto Velázquez Moreno; y especialmente desde Cataluña, como el nombrado Señor de Vigo, Marcó del Pont.
Todos ellos pasaron a formar parte del primer gremio burgués de la localidad gracias a los beneficios que obtuvieron a raíz de la autorización al puerto vigués para el comercio naval, autorización únicamente detentada en ese momento por Bayona y La Coruña, y los excelentes réditos de la actividad corsaria de la flota de la ciudad. El ejercicio del corso establecía que tan solo una parte pequeña de las capturas de buques de nación enemiga fuera entregada a la Corona, mientras que el resto, la parte mayoritaria, era repartida entre los armadores y los tripulantes de los buques apresadores en función de los convenios de cada caso, de las condiciones de la nave corsaria y del riesgo para los mareantes del navío. Entre 1740 y 1808 llegaron al puerto vigués productos de auténtico lujo con los que comerciaba el imperio británico: telas de Damasco, bacalao de Terranova, especias de la India, velas de Bujía, vinos de O porto, café de Moka y todo tipo de curtidos, fardería, herrajes y demás. Productos que acababan siendo vendidos por algunas de las casas comerciales de los filibusteros locales que manejaban el arcabuz y el sable bajo la protección de las islas Cíes. En tan solo siete años, desde 1741 hasta 1748, los asaltantes vigueses consiguieron hacerse con 61 embarcaciones enemigas más otras 31 que se hicieron en el puerto de Bayona.
De esta forma fue como consiguieron hacerse con una gran fortuna personajes como Marcó del Pont, los Abeleira o los Menéndez. Entre ellos llegaron a disponer de las dos terceras partes del tonelaje del puerto y su solvencia económica les permitía hacer frente a las posibles pérdidas que podía suponer el enfrentamiento contra un buque enemigo. Desde 1741 los contratos de corso concedían a los armadores la totalidad de la carga que, como comerciantes que también eran, no tardaban en encontrar buenos compradores. La carga de los barcos apresados solía estar repleta de pescado, como bacalao, y cereales que acababan siendo revendidos entre otros capitanes de navíos locales y, posteriormente, entre mercaderes portugueses de O Porto y Viana. Por otro lado, los armazones de los barcos apresados también se revendían, dependiendo del estado en el que habían sido apresados. Las primeras embarcaciones capturadas por los corsarios vigueses solía noscilar el precio en torno a los 8.200 reales, mientras que en el siglo XIX la cifra media se situaba sobre los 37.200 reales.
Con semejantes beneficios no cuesta nada imaginarse porque cada vez más empresarios de la zona se aventuraban a armar un barco en corso. Gracias a estos nuevos comerciantes, a los activos miembros del estamento marinero de la ciudad y al auge de la costa viguesa como punto comercial, permitió que toda la zona costera de la comunidad gallega se beneficiase de los réditos de la actividad naval, haciendo que muchas familias del interior se desplazara a la zona en busca de un trabajo que les permitiera mejorar su calidad de vida. Durante los años siguientes se desplazarían a Vigo un gran número de migrantes catalanes, a los que se les debe la consolidación de la industria pesquera y, especialmente, conservera en la localidad, quedando así conformado un destacado grupo de adinerados burgueses que, por la contra de la tradicional hidalguía, habían conseguido sobresalir entre la ciudadanía como comerciantes.