Para imaginar en Vigo un viaje fastidioso, elegiríamos ir en ferrocarril a Barcelona, un tren que a estas alturas del siglo XXI tarda 13 horas y 53 minutos. Baste decir que se tarda menos en viajar a Nueva York, como podemos comprobar en la web de Iberia: 11 horas y 14 minutos para un vuelo el próximo 14 de junio. Sales a las 13.40 de Peinador y a las 19.25 (hora local) estarás en ‘la isla de los rascacielos’, apelativo que Manhattan comparte con Toralla.
Claro que siempre podemos consolarnos evocando el pasado. Y pensar que, en el siglo XIX, se tardaban cuatro horas en llegar sólo hasta Pontevedra. Y esto gracias a la modernidad de los coches de caballos. Antes de que fuésemos una ciudad automovilística, la auténtica Detroit de Galicia, el carro y la diligencia eran los reyes de la calle.
Tres eran las más antiguas cocheras de transporte urbano que había en la ciudad en el último tercio del siglo XIX. La más popular era la de Herrador, situada en el solar donde estuvo el bar Goya, con las caballerizas en la actual calle Gil. Ofrecía cestos, berlinas, landós y carrozas fúnebres.
En Colón, llamada calle Ramal hasta el cuarto centenario del Descubrimiento de América, en 1892, estaba la de Alejo. Y, en la Porta do Sol, donde hoy se yergue el edificio Simeón, se situaba la de Bao. Las tres eran los taxis del Novecento y competían por alquilar sus vehículos de caballos para los desplazamientos por la ciudad.
Estos coches de tiro urbanos eran conocidos como “de plaza”, en contraposición a los “de línea”, que eran las diligencias que conectaban con otras poblaciones. A mediados del siglo XIX, casi todas salían de la posada “La Vizcanía”, donde se compraban los billetes para el “Miño”, que conectaba con Tui. En 1857, cambian de ubicación a la fonda “El águila de oro”, situada cerca de lo que hoy es la Alameda. De allí salían también para Pontevedra, Caldas, Padrón y Santiago.
Los billetes no eran baratos. En 1867, ir de Vigo a Pontevedra costaba 24 reales en berlina. Se invertían cuatro horas en el trayecto y el viaje era peligroso, pues los caminos, sobre todo embarrados en invierno, favorecían los accidentes. Y los aurigas no siempre iban en las mejores condiciones. Al punto de que, en 1837, se había dictado una orden prohibiendo que los chóferes condujesen “durante más de 24 horas seguidas”.
Los precios para las diligencias variaban según el asiento. A bordo, en las plazas más cómodas, el billete costaba el doble que en los lugares más incómodos y de más riesgo, como eran los bancos situados en el techo, entre el equipaje.
El transporte era lento. En “La Casa de la Troya”, la novela de Lugín de 1915, el estudiante protagonista, Gerardo Roquer, tarda siete horas en viajar en diligencia de Santiago a A Coruña, incluyendo parada para almorzar y para cambio de caballos.
En Vigo, la compañía “La Fraternidad Gallega” hacía la ruta con Pontevedra en cuatro horas. Y tranquilizaba a los clientes en su publicidad: “No se enganchará ningún caballo que sea falso o coceador”. No era raro que hubiese accidentes, en ocasiones con muertos. Los nombres de las casas de diligencias eran sonoros y rimbombantes. En A Coruña tenían su sede “El Vuelo”, “El Elegante”, “La Unión”, “El Noroeste” o “La Veterinaria”. También estaba allí “La Ferrocarrilana”, que llegó a convertirse en la más popular, con sus tiros de seis caballos.
Más tarde, el industrial Antonio Sanjurjo Badía creaba “La Regional”, que utiliza autobuses movidos a vapor, más tarde reconvertidos a gasolina. Desde su fundación, en 1906, la compañía desbanca a las diligencias y se hace especialmente popular en la ruta entre A Coruña y Santiago. Amador Montenegro describe aquellos viajes: “El servicio era regular y con buenos horarios, pero la falta de elasticidad de las direcciones, los neumáticos macizos y la falta de práctica, hacía que no pocas veces visitaran los prados lindantes, pero así y a todo era un gran servicio que se consideraba seguro y rápido”.
Al principio, las ruedas eran macizas. Cuando se inventó la cámara de aire y aparecen los neumáticos, surgió otro problema, que describe Montenegro: “Tenía el terrible enemigo en las “tachuelas de los zuecos”, se pinhaban las ruedas y era preciso cambiar los neumáticos y aún desmontarlos para tapar el pinchazo con sendos parches”. Este cronista recordaba que un fotógrafo vigués “inventó un líquido que tenía por objeto tapar los pinchazos y que estaba formado con vino y amianto molido, su eficacia era relativa pero si el tiempo era seco no dejaba de ser eficaz, y lo era menos cuando llovía”.
En 1919, muere Sanjurjo Badía y “La Regional”, la compañía que había acabado con las diligencias, es vendida a un empresario de reconocido apellido: Evaristo Castromil Otero. Desde entonces, el “Castromil” pasará a comunicar Galicia. Pero esa ya es otra historia. Aquí quedan en el recuerdo las viejas diligencias de caballos, cuando las distancias en Galicia se medían en jornadas y los viajes eran casi tan lentos como la Renfe en Vigo en el siglo XXI…
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