Se cumplen hoy 212 años del alzamiento popular que dio comienzo a la liberación de Vigo. Por primera vez en toda Europa, una ciudad expulsaba a los soldados franceses, lo que llevó a una larga guerra y, en último término, a la derrota de Napoleón en la batalla de Waterloo seis años después. Pero ¿cómo empezó toda esta historia?
El nombre oficial de este período es Guerra de la Independencia Española, aunque algunos la llamaron «la francesada», y hay historiadores que defienden que se le cambie el nombre por el de «Guerra de 1808». Entre los años 1808 y 1814, los esfuerzos combinados de España, Portugal y el Reino Unido se enfrentaron y finalmente lograron expulsar de la primera a las tropas napoleónicas, que hasta entonces se paseaban por Europa como grandes triunfadores, y en adelante fueron poco a poco asumiendo el cambio de signo —en ocasiones de forma tan dolorosa como en Rusia—, hasta que en 1815 se produjo la decisiva batalla de Waterloo. Y todo eso había empezado en España.
Cuentan que, cuando Napoleón ya había sido vencido por el duque de Wellington y se encontraba desterrado en la isla de Santa Elena —donde moriría pocos años después—, dijo acerca de su primera derrota: «Esta maldita guerra de España fue la causa primera de todas las desgracias de Francia. Todas las circunstancias de mis desastres se relacionan con este nudo fatal: destruyó mi autoridad moral en Europa, complicó mis dificultades, abrió una escuela a los soldados ingleses… esta maldita guerra me ha perdido».
Pero la historia no fue tan sencilla. El mérito fundamental de la resistencia española ante el ejército francés no recayó en su monarca, ni en sus gobernantes o militares, sino directamente en el pueblo, que tomó las armas para defender la tierra que consideraba suya, se enfrentó a las tropas más poderosas de toda Europa y ganó de forma indiscutible. Portugueses e ingleses mostraron enseguida su apoyo a la rebelión española, pero su actuación no fue en absoluto tan decisiva como la de los propios ciudadanos. España, en aquel entonces sumida en la pobreza y el atraso, mostró la actitud más valerosa, tenaz y decidida de Europa, que impresionó a los militares y consternó al emperador francés.
Pero vayamos por partes. España llevaba gobernada por monarcas de la Casa de Borbón desde el año 1700, momento en que subió al trono Felipe V, nieto del rey francés Luis XIV y sobrino nieto del último monarca español de la Casa de Austria, Carlos II, apodado «el Hechizado», que murió sin descendencia. La herencia de Felipe V no fue, sin embargo, tan sencilla como parece, y dio lugar a un enfrentamiento directo entre la Casa de Borbón y la Casa de Austria que se prolongó durante trece años: la Guerra de Sucesión Española —período durante el que tuvo lugar la terrible batalla de Rande—. El caso es que el origen francés de Felipe V dio pie a una estrecha relación entre ambas naciones, igual que el origen germano de Carlos I había hermanado a España y Alemania —o el Sacro Imperio Romano Germánico— dos siglos antes. Tras él vinieron el brevísimo Luis I «el Bien Amado», Fernando VI «el Prudente», Carlos III —conocido como «el mejor alcalde de Madrid», debido a las muchas edificaciones que promovió— y Carlos IV —o quizá habría que decir Manuel Godoy, pues el valido era quien gobernaba España en realidad, y según muchos historiadores también era amante de la reina María Luisa de Parma—.
El siglo XVIII trajo consigo una modernización general del Estado español, tanto de su fisco como de la relación con el Papado, la flota de las Indias y las relaciones internacionales, marcadas estas últimas por los tensos enfrentamientos previos con Portugal y el Reino Unido, que estaban desarrollando sus propios imperios. Estados Unidos se independizó del Reino Unido con el apoyo de Francia y España. El Imperio otomano seguía marcando la actividad naval en el Mediterráneo, por sí mismo o a través de las acciones de los corsarios berberiscos. Rusia entró en el juego de la política internacional gracias al proceso de occidentalización llevado a cabo por la dinastía Románov, en concreto los zares Pedro I, Catalina I, Catalina II y el efímero Pablo I.
En 1788 subió al trono de España Carlos IV tras la muerte de su padre. Su comienzo fue muy esperanzador, con un marcado esfuerzo reformista. Era la época de la Ilustración, que marcó a las principales naciones: del inglés John Locke a los franceses Denis Diderot, Jean–Jacques Rousseau, François–Marie Arouet —Voltaire—, Jean le Rond D´Alembert, Olympe de Gouges y el barón de Montesquieu. Gracias a ellos surgió la necesidad de arrojar una «nueva luz» sobre una sociedad anquilosada, antigua e inculta por medio del conocimiento y la razón. Fue llamado «el Siglo de las Luces», el XVIII, en el que los intelectuales confiaban en poder cambiar el mundo. En España despuntaron figuras como Francisco Cabarrús, Pedro Rodríguez de Campomanes, Benito Jerónimo Feijoo, Gaspar Melchor de Jovellanos y el conde de Floridablanca.
El escritor Arturo Pérez–Reverte contó en 2015 los eventos de esta época tan apasionante en su novela «Hombres buenos», en la que dos intelectuales de la Real Academia Española viajaban a Francia en busca de «L´Encyclopédie», la magna obra de D´Alembert y Diderot.
Sin embargo, en 1789 estalló en Francia la Revolución Francesa, que cambió para siempre la política internacional, mostrando un rechazo brutal —y sangriento— a la política del Antiguo Régimen. Supuso el final del feudalismo y el absolutismo, sustituidos ambos por el principio de la soberanía popular, lo que dio inicio a la Edad Contemporánea. Es decir, cambió la Historia de la Humanidad por completo, del mismo modo que el descubrimiento de América había terminado con la Edad Media y dio inicio a la Edad Moderna.
El 14 de julio de 1789, el pueblo de París tomó al asalto la fortaleza de la Bastilla, lo que se convirtió en un símbolo de tal calado que llevó a que desde entonces en esa fecha se celebre el Día Nacional de Francia. La Asamblea Nacional Francesa aprobó el 26 de agosto de 1789 la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. El levantamiento popular se extendió por las áreas rurales y urbanas, enfrentándose a los privilegios de los señores feudales y el clero. Dos años después fue aprobada la primera Constitución de Francia y también La Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, redactada por la filósofa Olympe de Gouges, que por primera vez propuso la equiparación de derechos entre hombres y mujeres, y la universalización de los derechos humanos. A comienzos de 1793 fue ejecutado el rey Luis XVI y en octubre su esposa, María Antonieta. La guillotina hizo estragos, también en la propia Olympe de Gouges. La situación en Francia se volvió terriblemente inestable, con el enfrentamiento de los distintos bandos, numerosas muertes y una situación de violencia incontrolable.
En 1799, el general Napoleón Bonaparte dio un golpe de Estado por el que se convirtió en primer cónsul de la República Francesa y, en 1804, en Emperador de los franceses. La Historia de Europa dio un nuevo vuelco, con una política expansionista salvaje, campañas militares que los principales analistas históricos consideran brillantes y un final abrupto para las ideas revolucionarias de la Ilustración, aunque sus logros perdurarían en el tiempo.
En España, el estallido de la Revolución Francesa provocó el miedo en la monarquía, el clero y la nobleza, ya que pensaban que algo así también podría ocurrirles a ellos. Carlos IV intentó salvar al rey francés, sin conseguirlo, y envió sus tropas a enfrentarse a los sublevados. Dentro de sus fronteras, la respuesta fue una terrible represión de las ideas ilustradas y de aquellos que las defendían, como le ocurrió a Jovellanos. Esto dio un nuevo giro con la llegada al poder de Napoleón, momento en el cual los dos países firmaron nuevos pactos. El valido del rey, Manuel Godoy, accedió en 1796 al llamado tratado de San Ildefonso, por el que se unieron las flotas española y francesa en contra del Reino Unido. En 1801, España ocupó Portugal, gran aliado de los británicos, y el 21 de octubre de 1805 se produjo la decisiva batalla de Trafalgar, que demostró la supremacía en el mar del vicealmirante Horatio Nelson, aunque este sucumbiera durante el conflicto.
Tan significativa fue esta batalla que Benito Pérez Galdós le dedicó el primero de sus «Episodios Nacionales», y Pérez–Reverte su «Cabo Trafalgar».
Así pues, las cosas habían vuelto a estabilizarse. Carlos IV se dedicaba a las artes y la caza mientras Manuel Godoy —duque de la Alcudia y Príncipe de la Paz— entregaba a Napoleón todo cuanto él le pidiera. De origen humilde, Godoy había logrado un ascenso rapidísimo gracias a su lealtad indudable a la Corona y su radicalismo conservador, en una época tan tumultuosa —según el trabajo de muchos historiadores, más bien por su relación amorosa con la reina María Luisa de Parma—. Fue quitándose de en medio a sus rivales políticos y apostó firmemente por la alianza con Francia, incluso en contra del joven príncipe Fernando, a quien pretendía manejar para conservar su posición. En 1807 firmó el tratado de Fontainebleau, que resultó trascendental en esta historia: por su redacción, Francia y España acordaron la invasión conjunta de Portugal —debido a la alianza que esta mantenía con el Reino Unido—, y así las tropas francesas tendrían garantizada la libertad de paso a través del territorio español. Pero Napoleón decidió algo diferente: sus tropas no siguieron la ruta prevista y se quedaron en España, controlando las principales ciudades, las fronteras y sus comunicaciones. El siguiente paso fue sustituir en el trono de España a la Casa de Borbón por los propios Bonaparte.
Godoy se dio cuenta de lo que estaba pasando cuando ya no podía hacer nada. En 1808, Carlos IV, María Luisa de Parma y el príncipe Fernando fueron convocados por Napoleón a la ciudad francesa de Bayona. Allí el francés amenazó a ambos Borbones para lograr su abdicación mutua en favor suyo, y después pasó la Corona a su hermano José Bonaparte, que sería conocido como José I de España. Así se proclamó de manera oficial el dominio francés de España, considerada como «nación satélite» del Primer Imperio. Una tras otra, las principales ciudades fueron invadidas y saqueadas, con abusos de toda índole: robos, violaciones y muertes llevados a cabo por soldados franceses sin conciencia.
Y fue el pueblo quien se levantó en armas para defender su honor, no los políticos, ni los nobles. Fue una rebelión espontánea la que se enfrentó a esta ocupación y a esta horrorosa violencia, pronto encauzada por gobernadores leales a su gente, por militares que no se resignaban a ceder su independencia a los franceses, por un clero que seguía temeroso de las nuevas ideas y por los Ejércitos británico y portugués, que apoyaron enseguida los levantamientos como una forma de oponerse a Napoleón.
Y esa entrega sin límites dio su primer fruto en Vigo, el 28 de marzo de 1809, al convertirla en la primera plaza liberada del dominio francés. El comienzo del fin del emperador, que aún tardaría en producirse cinco años en España y seis en el resto del mundo.
Y todo empezó con el derribo de la Porta da Gamboa en la noche del 27.