La aprobación y el reconocimiento de derechos en la legislación española fue fruto de un proceso gradual y paulatino que precisó de un periodo de maduración y adaptación al contexto progresista que estaba experimentando toda Europa. Algunos de estos privilegios fueron las piedras angulares sobre las que se sustentó el nuevo sistema político español, como el de la libertad de expresión y la ley del sufragio universal.
Tanto el uno como el otro fueron objeto de numerosos cambios y tuvo que pasar mucho tiempo, muchas propuestas y muchos debates parlamentarios hasta la forma en la que los conocemos hoy en día. Ambos derechos fueron controvertidos pero especialmente complicado fue el de la aprobación del sufragio. No fue hasta la instauración de la Primera República que se aprobó la ley del sufragio universal – accesible únicamente a los varones mayores de veinticinco años – dando carpetazo a la ley del sufragio censitario que restringía el voto en función de criterios económicos y culturales propios de los electores. Esa había sido la realidad del sistema político español durante medio siglo. Miles de personas eran incapaces de acceder al voto ya que no reunían las condiciones necesarias que se estipulaban en la legislación para figurar en el censo electoral. El sistema electoral censitario hizo que durante muchos años, el voto de cientos de personas fuera ejercido, de manera pasiva, por los miembros de los estamentos burgueses que habían tenido la suerte de reunir los requisitos que les daban derecho a votar.
Aparte del reducido número de electores – a mediados de siglo, en Vigo, con una población que superaba las 10.000 personas, tenían derecho a voto menos del 2% de la población – los candidatos que concurrían a las elecciones hacían cuanto estuviera en sus manos para amañar los comicios, dando origen al popular concepto del caciquismo. La compra de votos era algo bastante habitual, y si con eso no fuera suficiente para garantizar la victoria del candidato, los acólitos de los pretendientes diputados se personaban en las mesas electorales para invalidar, por el medio que fuera posible, el voto de los electores rivales. A pesar de que el caciquismo tuvo mayor éxito en los municipios del rural, en Vigo también se dieron muchos casos de compra de votos y de amaños electorales durante todo el siglo XIX. Algunos de los casos más sonados en la prensa de la época sucedieron entre cuatro candidatos: Manuel Misa Bertemati, Justo Pelayo y Cuesta, Martín Useleti y Pacheco. Todos ellos eran tan asiduos a las tretas electorales que llegaron a dominar indiscutiblemente varios distritos de la zona. En una carta dirigida al gobernador provincial, perdida entre las múltiples carpetas del Archivo Municipal, se reconoce explícitamente el reparto político de los municipios colindantes a la Ría en 1853: Bayona era completamente de Bertemati, de quien se decía que había comprado con dinero de su propio bolsillo los votos de los pueblos rurales; Lavadores, Nigrán y Gondomar estaban divididos entre Useleti, Pelayo Cuesta y Bertemati; mientras que Vigo y Bouzas eran de Pacheco.
Sin embargo, si bien se esperaba que en Vigo ganara Pacheco con facilidad, las argucias de los pretendientes a diputados acabarían por hacer acto de presencia en el distrito para trastocar los resultados electorales. Una vez concluidas las votaciones, que de aquella duraban un fin de semana entero, el recuento de votos daba la victoria al diputado Manuel Misa con 98 votos, mientras que Useleti, Pacheco y Justo Pelayo sumaban en total 97 votos de 195 electores. En el momento de hacer oficial la victoria del marqués de Misa (Bertemati), la minoría de la mesa intentó destruir un voto para forzar las segundas elecciones, ya que de ese modo, ningún candidato dispondría de mayoría absoluta. A pesar de los intentos, la estrategia no salió como se esperaban. Los interventores, entre los que se encontraba Atanasio Fontano, alcalde de la ciudad durante la Primera República, se dieron cuenta de la treta de los bandos derrotados y levantaron el consiguiente informe informando de lo sucedido.
El falseamiento de las elecciones y la compra de votos era algo del todo habitual que estaba asumido e interiorizado por la población de la época. Hay casos esparcidos por toda España y por toda Galicia; quizá uno de los más sonados fue el pleito electoral que mantuvieron Pérez Viondi y la familia de los Riestra en el municipio de La Estrada en 1920, cuando la maquinaria caciquil funcionaba a pleno rendimiento y de la más refinada de las maneras.
En Vigo continuó habiendo fraudes durante muchos años. Uno de los más esperpénticos, por lo rídiculo que pudo parecer la situación, fue el que narra Álvarez Blázquez en su obra La Ciudad y Los Días. Ya en tiempos de dominio político de José Elduayen, se presentaban a las elecciones a Cortes el citado político conservador y Justo Pelayo Cuesta. Se dice que fueron los partidarios de Cuesta quienes trataron de impedir que los simpatizantes de Elduayen pudieran llegar a ejercer su voto, hasta el punto de que el presidente de la mesa, seguidor de Justo, dijo desconocer la identidad del párroco de La Colegiata y de dos ediles con quienes había trabajado en el ayuntamiento de la ciudad. Los tres días que duró la votación fue una continua acusación de fraude por parte de ambos bandos, los unos y los otros no paraban de presentar pruebas de las argucias contrarias para pedir que se invalidase la candidatura de la oposición. El impedimento más socorrido para invalidar el voto de los contrarios era el de buscar en las listas oficiales toda mínima errata o diferencia en el nombre de los electores a fin de negarles su identidad. Fueron así eliminados un “de” Larrañaga, un “y” Rodríguez y demás por el estilo. Los resultados finales fueron de 130 votos, más 58 admitidos por la mesa, de Elduayen contra 99 de Justo Pelayo; sin embargo la elección fue anulada y Elduayen mantuvo la representación que venía ostentando desde hacía unos años antes.