Desde su atalaya privilegiada observa, inanimado, el tranquilo ambiente de las gentes que acortan el trayecto bajando o subiendo por unas calles que hasta hace unos años, sobre todo de noche, se transformaban en la zona de prostitución, con numerosos bares de los que ya sólo queda una mínima y tranquila representación de lo que es en realidad una vida triste y que, como paradoja, se llama vida alegre. Cuántos secretos callará este ratoncito de plástico al que le falta la nariz, quizá para no quedar en evidencia al tener que contar alguna mentira piadosa para proteger a alguno de esos a los que se conocen como pecadores de la carne.