A su vez se proyectaban un mayor número de obras públicas que mejoraban y facilitaban en mayor medida las condiciones de vida de la urbe. Una de ellas, y quizás la de mayor necesidad, fue la ampliación formal de la ciudad a expensas de los muros que durante largos años la mantuvieron protegida. El auge del puerto y la frenética actividad comercial de la villa habían impulsado a un gran número de personas e inversores a afincarse dentro de las antiguas murallas, compartiendo vecindario indistintamente empresas al lado de residencias familiares. La amalgama de fábricas, casas y el irrefrenable aumento poblacional tan solo contribuyó al hacinamiento de una gran parte de la urbe, sembrada por casas viejas donde llegaban a convivir varias familias al mismo tiempo.
A medidos de siglo, la sobrepoblación ya empezaba a derivar en un serio caso de salud pública y cualquier tipo de medida de higiene era meramente anecdótica, situación agravada por la vigente prohibición de edificar fuera del término de las murallas. La situación llegó al acuciante punto en el que veraneantes y turistas portuarios tenían que pernoctar en alguno de los municipio colindantes a Vigo por la falta de viviendas y fondas, mientras que los empresarios, ante la imposibilidad de hacerse con un solar para el emplazamiento de sus fábricas, tenían que cesar en su empeño y resignarse a otro lugar.
Así fue como comenzó el ensanche de la “Nueva Población”, por primera vez proyectado en el plano de “Nueva Población de Vigo” de José María Pérez de 1853. La primera etapa de la construcción estuvo plagada de baches que acabaron con unos terrenos ganados al mar a izquierda y derecha de A Laxe totalmente encharcados y lejos de cualquier atisbo de edificabilidad, hasta que en 1870 entró en el negocio el diplomático y constructor Emilio García Olloqui.
El Gobierno le concedió el 26 de ese mismo año licencia para continuar con el adecuamiento de los recién construidos terrenos de A Laxe y la Alameda, que acaban de ser adquiridos propiedad del Ayuntamiento. El plan pasaba por el derribo de la estructura defensiva que que circundó la ciudad ante los sucesivos ataques de piratas, lacra constante durante gran parte de los siglos anteriores al de la revolución burguesa del siglo XIX.
A pesar de que las murallas ya habían dejado de usarse como medida defensiva, gran parte de la población seguía contemplándolas con veneración, sin embargo, todos estaban de acuerdo en que el derribo de estas era primordial para poder continuar con el nuevo planteamiento urbanístico de los barrios exteriores. Pero para derribar las murallas era necesario hacerse con el permiso real que garantizase la legalidad de la obra, momento en el que los de la localidad contaron con el trabajo en las Cortes de Elduayen, que acababa de ser escogido diputado por primera vez en 1857. La actuación de Elduayen durante los años siguientes le encumbraría como el que sería uno de los más grandes valedores de la ciudad, hasta ese momento desprovista de un bienhechor que auspiciara a la urbe como referente en la provincia.
La necesidad de abrir Vigo al comercio nacional por el interior era un requisito imperante y latente en todo el territorio cuyos beneficios se decían que repercutirían al conjunto de la nación por igual. El propio Faro de Vigo no escatimaba en predicciones al alentar a la población en hacer campaña en favor de la mejora de las carreteras y caminos hacia el interior. Decía el día 17 de junio de 1854 que “reconocida la ciudad de Vigo como punto más a propósito para servir de gran depósito a todos los productos de nuestro suelo y los de gran parte de Castilla, forzoso es que Vigo, atendiendo el mejoramiento de tantos pueblos, reciba las infinitas mejoras de que es susceptible y que tanto reclama el interés general. Lo piden las más fértiles comarcas de Galicia; lo piden los abundantes géneros de Castilla; y lo pide la multitud de brazos vigorosos, que se enervan con el insoportable peso de la miseria y la terrible humillación de la mendicidad. En el momento que Vigo pueda abrir sus grandes almacenes a los pabellones de tantas naciones que visitan su puerto desaparecerá la mendicidad de muchos pueblos del interior. En el momento en que a muchos empresarios se les conceda levantar establecimientos fabriles en los desiertos espacios de la nueva ciudad, podremos ofrecer el diario sustento y crecidas ganancias al ingenio y laboriosidad, que hoy devoran su desesperación y sus lágrimas en el seno de la miseria”.
Por el mismo camino discurrían otros articulistas sobre las ventajas del ferrocarril para toda la comunidad gallega; como es el caso de El Correo Gallego cuando hablaba del empalme de la linea con Portugal y el Duero: “Dicho ramal, ya sea en dirección que dejo indicada u otra, porque conseguido que fuera a los ingenieros toca señalarla, es de poco coste, pues su longitud no pasará de 77 kilómetros y no hay montes que perforar ni viaductos que hacer y en cambio el que por medio de él se empalme el ferrocarril de Vigo con el del Duero es de una importancia incalculable no solo para esta provincia si no para toda Galicia”.
Seguían adelante unos años de auténticos progresos, donde la modernidad se hacía paso en la vieja y amalgamada ciudad. Con el derribo de las murallas, la urbe empezaba a expandirse en todos los sentidos, ganando terrenos al mar en la zona de la Alameda y Beiramar – rellenado en su mayoría con las piedras de los antiguos muros y el desmantelamiento del Vigo alto – y por tierra en torno a la carretera de Redondela y Baiona, con la calle del Príncipe y la circunvalación – hoy Policarpo Sanz –. Siguieron muchas otras calles y barrios, todos ellos dotados de las mejores condiciones de la época, con iluminación artificial mediante farolillos a basa de petróleo y carreteras adoquinadas, posteriormente petroleadas, para facilitar la circulación de carruajes y vehículos. A su vez el plan también dio paso a la mejora de las comunicaciones, tanto por tierra, con la llegada del ferrocarril, como por mar, con la ampliación del muelle de la antigua ciudad.