En aquel 1964, el presidente estadounidense Lyndon B. Johnson -que asumió la presidencia después del asesinato de John Fitzgerald Kennedy- declaró la guerra a la pobreza, pero 51 años más tarde siguen existiendo pobres dentro y fuera de los Estados Unidos de América.
En aquel mismo año, Malcom X pronunció el discurso «Los votos o las balas»; Guinea Ecuatorial se independizó de España; los Beatles aterrizaron por primera vez en norteamérica dispuestos a conquistarla; la cantante Gigliola Cinquetti ganó el concurso de Eurovisión con la canción «Non ho l’età» (No tengo edad para amarte)…, y tantos otros acontecimientos que van sumándose a la historia, acontecimientos que van acumulándose en nuestros recuerdos y que van contribuyendo a que los tiempos, con mayor o menor velocidad, vayan cambiando.
En efecto, los tiempos están cambiando, y muchas personas también opinan que se está produciendo un cambio en el equilibrio climatológico. Pero la naturaleza, siempre tan sabia, parece que intenta recuperar de algún modo lo que le corresponde desde el inicio de los tiempos. Quizá por eso no se recordaban inviernos con lluvias tan persistentes desde hace varias décadas, cuando en estas latitudes, en el noroeste de la Península Ibérica, las lluvias casi comenzaban con el inicio del otoño y no cesaban hasta bien entrada la primavera.
Parece como si hubiéramos vuelto a aquellos tiempos de la infancia y juventud, cuando la melancolía de los días invernales inspiraba a los poetas con esa tristeza teñida de gris, con esos días plomizos y húmedos que tanto afectan al ánimo, porque la poesía suele ir unida a la nostalgia. Jorge Luis Borges, el escritor y poeta argentino y universal, padecía una enfermedad congénita que le afectaba a la vista y escribió un poema titulado «1964» que algunas personas vinculan con su pérdida de visión. Aquí y ahora, de nuevo, apenas hay tregua para poder observar el cielo azul y la luz del sol. Y mucho más difícil resulta, aún, poder disfrutar de su calor. Sin embargo, los más valientes siguen bañándose en esas aguas frías de las playas viguesas de Samil y de O Vao. Y mientras no cesa la lluvia, las únicas notas de color son las lineas del asfalto, casi despintadas por el efecto del trajín de la vida cotidiana, y el agua de la lluvia que corre calle abajo.